El Bosco: apnea del inconsciente (Relato)

in #spanish6 years ago

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Amanece en s’Hertogenbosch, si bien el Sol, metafóricamente hablando, apenas es un infante que se alimenta desesperadamente de los pechos de su nodriza, la Aurora. En esa no menos metafórica balsa de la Medusa, que es su lecho, Hieronymus sortea, inquieto, los vaivenes de un no menos metafórico y tormentoso mar, que es el océano infinito de los sueños. Junto a él, inmóvil, impasible y hierática como una Madona isíaca, la respiración pausada de su mujer, indica travesías menos accidentadas, tal vez navegaciones placenteras de jardín y paraíso, sin amenaza alguna de tormenta. Hieronymus se revuelve inquieto, cual si estuviera en la piel de un Orlando furioso y al darse la vuelta para adquirir, como de costumbre, una posición fetal en ese líquido amniótico –comparativamente hablando- formado por el espacio entre las sábanas y el colchón, la madera del lecho cruje como el lamento lastimero de una puerta, cuyos goznes se resisten a abandonar su pasional deseo por la concupiscente entrepierna de óxido que los cubre y envuelve con el angustiado coraje de una amante que teme que la noche se acabe y su pareja escape para siempre por la ventana.
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Una rendija, un breve resquicio de luz más adelante y la consciencia del ‘pintor de demonios’ -como lo catalogan, entre otros, sus compañeros de la Hermandad del Cisne- se desliza sigilosamente por el interior de esa figurativa Piscis Vesica, que ha de llevarle de regreso al incierto universo de la Madre.
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Se siente solo y desnudo. Más solo y desnudo, quizás, que cuando vino al mundo, sin la compañía siquiera de ese pan debajo del brazo, que dicen las perspicaces comadres que acompaña a todos los recién nacidos como un don de bienaventuranza y prosperidad. De igual manera, si bien al contrario que Eneas, Dante e incluso el propio Tondal –figura sobre la que versaba su última obra, que Hyeronimus está lejos de suponer que algún día, siglos después de su muerte, terminaría siendo expuesta en una célebre institución de Madrid- la consciencia de Hieronymus intuye que ningún Tiresias, ningún Virgilio ni tampoco ninguna beatífica Beatriz acudirán en su auxilio, prestándose voluntarios a ser su guía en éste, su inesperado descenso a los infiernos y sin barandilla en la que apoyarse, ni ver por parte alguna al tenebroso barquero que ha de transportarle a la otra orilla de ese Hades cognoscitivo -previo pago del correspondiente diezmo- se siente irremediablemente impulsado y anulada por completo su voluntad, simplemente se deja llevar.
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Mientras el cuerpo de Hyeronimus exuda, anegando las sábanas en una colada íntima de perlas con hedor a salitre, que se extienden como un ventisquero por el algodón de su camisón de dormir, su consciencia, más que vagar, se ve irremediablemente arrastrada por una incontenible corriente de aguas turbias, en la que se siente como un frágil barquito de papel a merced de un incierto destino. Bracea, y al hacerlo, su mano roza diferentes objetos que, cual si fueran los restos de un naufragio, se ven arrastrados sin remisión a la deriva con él: un pie a su derecha; un brazo a su izquierda; un torso más adelante; un rostro cariacontecido que asoma a duras penas por la superficie de un agua que le cubre hasta la barbilla; una pareja de amantes, sus cuerpos entrelazados y desnudos, que semejan las raíces retorcidas de un antiguo manzano, quizás el mismo que diera origen al pecado original; la lechuza, de mirada penetrante y siniestra, que se asoma desde el oscuro corazón de una gigantesca adormidera y le observa impertérrita, quién sabe si también con diabólica conmiseración; relucientes florines, de inmaculado cuño, que flotan a su alrededor como si fueran de cartón; bestias imposibles, que se debaten furibundas mientras patalean con la misma torpeza que si avanzaran sobre viscosos lodos primordiales...Y al final, allá donde corriente y horizonte parecen confundirse y transformarse en uno solo, un cielo color sanguino, sin nubes, sin sol, sin luna y sin estrellas, preludia a una espantosa catarata donde todo se precipita en un incipiente e incognoscible Caos.
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Hyeronimus bracea desesperadamente, pero la fuerza que le atrae hacia el abismo es colosal, frenética, salvaje y sus esfuerzos son completamente inútiles. La distancia, esa que tan hábilmente maneja en sus cuadros, pierde toda noción de perspectiva: cerca y lejos, aquí y allá nada significan, pues son el ahora por el que se precipita, chillando a pleno pulmón.
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¿Qué artilugio humano sería capaz de medir la eternidad?, se pregunta Hyeronimus. Una voz en su consciencia le contesta: ninguno. El barreño que ahora le cobija, cobija también a todo aquello cuanto el mar ha arrastrado hacia la catarata. Hyeronimus mira hacia lo alto y ve algo familiar que le observa con atención. ¿Es una montaña?. No, es su propio rostro. Y al ser consciente de ello, entiende que el barreño no es otra cosa que su propia conciencia. Y de alguna manera que ni él mismo entiende todavía, piensa, sabe o intuye que todos los objetos que le acompañaron en caída libre a través de la gigantesca nariz, son sus vicios y deseos, sus defectos y sus virtudes. Pero quizás sean, además, una réplica de los vicios y de los deseos que alimentan las cavernas espirituales de sus amigos y vecinos, de los que apenas llega a vislumbrar esa máscara cotidiana que presentan hipócritamente de puertas hacia afuera.
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Despierta Hyeronimus y atisba apesadumbrado por un débil resquicio que los pesados cortinajes de terciopelo han dejado en la ventana, pero suficiente, no obstante, para verse observado, a su vez, por una luna, que aún en su alienación, parece sonreírle de una manera muy humana.
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  • Después de todo –piensa, estremeciéndose involuntariamente- el mundo no deja de ser una gran nariz por donde sale el moco humano.
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Ars Oblivionis
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ARS VTINAM MORE S/ANIMVM QVE EFFINGERE/POSSES PULCHRIOR IN TER/RIS NVLLA TABELLA FORET'
'ARTE, OJALÁ PUDIERAS REPRESENTAR EL CARÁCTER Y EL ESPÍRITU. NO HABRÍA SOBRE LA TIERRA IMAGEN MÁS BELLA'

[Martial, latin poet]

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