Caperucita tiene una nieta. Un cuento (Parte 1/3)

in #castellano6 years ago (edited)


Ilustración anónima de "Little Red Riding Hood" (1845) - Imagen del Dominio Público

Caperucita tiene una nieta

Hola. Nadie nunca se ha interesado por ni nombre (menos mi apellido). Personas de reputación contra quienes nunca hubiera ganado una réplica conspiraron para definir mi identidad y endilgarme eterna búsqueda de redención por supuestas faltas, a partir de sus opiniones egoístas sobre la única vez que se me ocurrió hablar con aquel supuesto lobo. Todos me culpan de la muerte de la abuela, pero nadie nunca me hubiera preguntado por qué hice lo que hice, ni menos hubieran creído mi explicación, pues era una niña, sinónimo de tonta; por eso hui y no le dije a nadie.

Llegué a una casa solitaria en el bosque, cerca de un arroyo tranquilo donde hubiera podido pescar si papá alguna vez me hubiera enseñado, o si al menos hubiera aprendido observando a mi madre, quien solo sabía hornear y coser. Bien, yo sabía hornear, pero no tenía idea de cuándo cosechar o cómo moler un grano de nada. También podía coser muy bien, pero la lana era un misterio para mí. Así que por meses solo comí frutas y té de hierbas y tuve cuidado de no rasgar mis únicas ropas ni las mantas de la abuela.

Con el tiempo adopté una cabra perdida de la que recibía leche y compañía; hacía mucho ruido y por algunos días temí que su dueño se apareciera a reclamarla, pero eso nunca ocurrió.

Tuve mucho tiempo para meditar, ya que en las noches era poco lo que la sospecha nocturna me permitía dormir. No obstante, los meses pasaron en paz y ya casi me había acoplado por completo a mis rutinas, cuando a la vuelta de un año, de la nada, aparecieron los dueños de la cabaña. Eran una familia de puros hombres. Había comenzado la pesadilla.


Ilustración anónima de "Little Red Riding Hood" (1845) - Imagen del Dominio Público

Y es que había crecido en mí una desconfianza hacia los hombres que con la madurez supe sobrellevar —pero que, por supuesto, nunca me abandonó—; por aquellos días me mantuvo aterrada y en silencio.

(Deben saber que muchos detalles escapan a mi memoria ahora que soy una anciana con demasiados nietos —aunque solo una sea mi preferida—, pero sí recuerdo lo importante, eso que les quiero contar.)


Bien, todo comenzó aquel día en que salí a llevar un encargo de madre a la abuela. Todos piensan que tal encargo iba en la cesta que me colgó del brazo, pero realmente el encargo era yo. Madre me enviaría a partir de ese día todas las mañanas a la casa de la abuela a pasar el día, para alejarme de los vivarachos de la aldea que habían comenzado a cortejarme. Madre estaba embarazada y padre siempre estaba de caza hasta la puesta de sol; así que lo veíamos a la hora de la cena, y a mí me tocaba seguir sola el sendero por el que ya me habían enseñado a llegar a casa de la abuela, hasta que padre pasara por mí justo antes de caer la tarde.

Como ya les dije, la cesta con comestibles era solo una atención para la abuela, quien como pude constatar apenas llegué a su casa, no se hallaba enferma—ni había sido devorada por ningún lobo; al menos no todavía.

Recuerdo que Orestes me salió al paso a mitad de camino. Yo sabía que me venía siguiendo, pero había fingido no notarlo; me daba tranquilidad saber que no estaba sola, pues eran casi treinta minutos de camino. Pretendió no saber a dónde yo iba; me preguntó con amabilidad.

Orestes era el hijo mayor de nuestros vecinos de al lado; me llevaba siete años, como mi padre a mi madre. Ahora que lo pienso, era un muchacho apuesto, aunque en aquel momento no me lo pareciera. Mi madre le contaba todo a la suya y los chicos siempre nos enterábamos de todo, a pesar de sus esfuerzos por mantenerlo todo callado.


El asunto es que mi guardián se ofreció a acompañarme y yo acepté encantada. Conforme caminábamos, encontró varios desvíos a pequeños nichos florales, los cuales que me invitó a conocer. Allí, con su dedicada guía y ayudándome con mi memoria, pude recoger flores raras y preciosas con las que armé un ramo colorido y perfumado casi exacto a los que abuela siempre ponía en el jarrón de la mesa de la cocina. Orestes se acercó más de lo debido y nos dio al ramo y a mí una mirada intrigante, como si sospechara de alguna intuición mía que le atemorizaba y que aún estaba por revelarse.


Ilustración anónima de "Little Red Riding Hood" (1845) - Imagen del Dominio Público


Gracias por leer esta parte 1/3.



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