Caperucita tiene una nieta. Un cuento (Parte 3/3. Final)

in #castellano6 years ago (edited)


Ilustración anónima de “Little Red Riding Hood” (1845) – Imagen del Dominio Público

“Un lobo con piel de oveja; siempre supe lo que era”. Eso fue lo último que oí decir a mi padre.


Lo primero que pensé fue en correr hasta la casa y buscar refugio en mi madre. Corrí lo más rápido que pude. Llevaba mucha angustia y poca memoria de las últimas horas. El fantasma de Orestes me acompañaba en el camino —y me acompañaría largo tiempo después de aquello.

Cuando menos me lo esperaba, sentí los pasos pesados detrás de mí. Casi me alcanzaban. Imaginaba una multitud de brazos encima de mí. Mi instinto me obligaba a seguir, lo único importante era no dejarme atrapar por aquel hombre. Me escabullí entre unos arbustos, hacia uno de los nichos donde Orestes me había llevado hacía apenas unas horas, cuando recogía flores sin sospechar lo que ahora era de mí.

Los pasos estremecían la tierra. Entendí que no tenía sentido regresar a casa, al menos no todavía.

Me quedé dormida y desperté en la oscuridad. Esperé con los ojos abiertos hasta que alumbrara. Me alejé del río y caminé no sé en qué dirección, hasta que llegué a la cabaña. Conocen el resto de esa parte de la historia.


Cinco hombres. Dos chicos más o menos de mi edad y su padre, más dos hermanos de este. Llegaron directo al río a bañarse. Luego de eso me encontraron y me interrogaron. Uno de ellos había escuchado de una jovencita que deshonró a su familia y conspiró para asesinar a su abuela, para quitarle un collar antiguo que valía una fortuna y huir. La chica había escapado sola con lo robado; el chico había muerto en el enfrentamiento con un cazador que llegó al rescate, no sin antes asesinar al yerno de la anciana, avergonzado padre de la prófuga. (Años después también me enteraría que al asesino de Orestes, de mi padre, y en cierta forma mío también lo habían linchado en un poblado al norte; pude imaginar las razones, a pesar de que evité escuchar los detalles.)

Aunque nunca llegaron a golpearme, amenazaron con horribles suplicios; primero lo hicieron para que confesara dónde estaba el collar —lo cual yo no podía responder— y luego por gusto. Algunos de los martirios se quedaron solo en amenazas. (Fueron tres semanas que he logrado borrar de mis recuerdos en gran parte.) Cuando al fin se marchaban, llevándose además a mi cabra, supe que me tocaba emprender camino de nuevo. “Aprende tu lección, zorra”, me dijo el más joven, mientras en su gesto brabucón pedía aprobación del macho alfa de su manada. Al principio me sentí morir, pero luego decidí que mi vida no se malgastaría de esa manera. Recordé la mirada de Orestes y lo tornadizo del destino. Tomé lo que pude cargar, comida y agua y caminé hacia el río.


Encontré una familia en un poblado a una semana de camino. Su acento era diferente; sus pieles, menos blancas. Me acogieron como una más de su clan. Allí me casé al poco tiempo con un hombre bueno a quien amé, aunque nunca como se merecía. Tuvimos seis hijos que crecieron para ver a sus hijos y a los hijos de sus hijos. No los aquejaban los males de mi gente, las enfermedades que acababan con cuatro de cada seis hijos y que no a muchos dejaban ver las canas.

Hoy soy una anciana con demasiados nietos. Y entre mis nietas, está Caperucita, el vivo retrato de mi madre. Todos le dicen así porque siempre lleva la caperuza roja que cosí para ella cuando cumplió diez años; cinco años después aún la usa. Usé el broche de mi propia caperuza, la que me regaló mi abuela. Cuando lo quise desprender de la vieja fibra roída, noté que iba prendido de un cordón dorado, sucio y enmohecido por los años. Mi marido lo lavó y cuando lo tuvo listo, apareció el más hermoso collar, una reliquia. “Todo este tiempo y nunca lo descubriste”, me dijo. Pero en cierta forma, sí lo sabía. Orestes pudo verlo aquel día mientras recogíamos flores camino a casa de la abuela y de la muerte; ahora sé lo que veía. Oculté el cordel por dentro de la alforja entre la capucha y el manto y cosí una réplica exacta a mi preciada herencia.

Mi nieta sabe de esta fina joya. Su padre pudo averiguar su origen y la instruyó al respecto. Va con cuidado por cualquier camino que tome, siempre cautelosa de quien se tienta por el brillo carmín de la piedra engarzada.


Ilustración anónima de “Little Red Riding Hood” (1845) – Imagen del Dominio Público


Gracias por leer hasta el final.



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