El que habita

Los perros no ladraron el día que Camila nació. Todos estaban muy ocupados como para darse cuenta, pero yo lo noté, yo, el anormal.

Los demonios estaban debajo del catre viejo en el rincón del otro patio; aquí en la quinta, eso es lo más lejos que puedes ir sin salir al campo. ¡La salvación ha llegado a esta casa! Creyeron en verdad que me iría, que sus ritos ridículos harían especial a un recién nacido ordinario, nacido de un hombre y una mujer ordinarios. El día que nací seguramente los demonios ladraron; seguramente me querían comer, para que no viera más la luz de los días, ni las noches —sobre todo las noches—. Fue de noche que dicen que los maté. No lo recuerdo. No podría recordarlo, pues no tengo memoria de esos días, aunque sí de los años antes de nacer.

Ser un bastardo tiene sus ventajas. No tienes expectativas que llenar, un perfil que luchar por cumplir. A esta edad, en esta vida, no he conocido la severidad de la instrucción propia de un padre en cosas de hombre —aunque tampoco la dulzura de los cuidados maternos—. En esta familia machista, el más macho es mi madre, o al menos mucho más que yo. ¡Deja eso así, que todo lo echas a perder! Pero sus gritos no llegarán a emocionar mi corazón porque soy bastardo hasta de eso. Pero por supuesto que tengo un padre, sí, y sé que lo veré cuando llegue el momento indicado.

Esta fisonomía también tiene su lado positivo. No tuve que ir al Jardín de Infancia, ni al colegio. De hecho, ni siquiera conozco a los vecinos. ¡Al cuarto ya. Va’, va’, va’! Maldita suerte la de María, la que me parió sin ser mi madre. Pobrecita; nadie le que creyó cuando se le empezó a notar la barriga. Aún es la comidilla de las tías por las tardes del domingo, después de misa (van cada domingo, como buenas católicas).

Fueron las tías precisamente quienes trajeron al cura Avellaneda, con agua bendita y crucifijos. Esto es obra del innombrable. Aún no sé por qué temen decir el nombre. Si soy el hijo del Diablo, o el Diablo mismo, llamarlo o no llamarlo, llamarme o no llamarme por alguno de sus tantos o mis tantos nombres no hace diferencia. Estoy aquí, sea lo que yo sea. No me pueden acabar con chorritos de agua sobre la que hicieron ademanes sin ningún efecto real y rezaron palabrerías (si no pudo María con veneno, ni tijeras, ni navajas, ni candela). Ni siquiera han logrado que abandone esta casa (de la que no me iré jamás).

Todas se quedan, cinco mujeres (ahora, tal vez, seis), todas convencidas de que le deben al mundo acabar conmigo. Aunque sus ansias de borrar mi existencia no les impidieron que simplemente trataran de deshacerse de mí. Hubo un tiempo en el que intentaron botarme lejos, en el monte, pero realmente no me iba. Nunca me iba. Solo en la noche fría, pequeño, en medio de la espesura, o en un rastrojal; o lanzado al río. Ya he perdido la cuenta de cuántas cosas he vivido, mi alma dividida como la lengua de la serpiente, está en uno, dos y todos los sitios. Yo nunca me voy de ninguna parte.

El padre de Camila no aguantó. Yo no hice nada; no me pueden culpar. ¿Por qué lo esconden? Preguntaba cada día. Era una situación odiosa, tan odiosa como la ausencia de respuesta ante su insistencia. Es el Diablo, María; es el Diablo…

Escucho a Camila. Pronto sus risas llenarán la casa. Será un tiempo interesante; tal vez la deje quedarse, total yo nunca me voy de ninguna parte. Yo soy el que habita.

Imagen para libre uso comercial en Pixabay, bajo licencia CC0

Relatos del Diablo es una serie de historias cortas en donde un niño bastardo y demente de quien se sospecha es el Diablo cuenta su visión de las cosas, conforme transcurre su juventud en la casa materna.

Gracias por leer.

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