Memorias en la Nada [Novela Original] VI

Aquí la anterior parte

De palabras y dibujos (VI)

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El lápiz y el papel volvían a llamar, sí, de vuelta a la creación, pero esta vez, con las nuevas capacidades de Aristo, se haría más fácil. Aunque había una pequeña inquietud, pues, si mal no recordaba, Melinda había entrado con él a la biblioteca en busca de palabras que les ayudara a dibujar una persona más, con el fin de probar si se les conferiría el traerla. Y, si hacemos un recuento de los hechos, nos encontraremos con que el proceso que acarreó la aparición de la joven es, a todas luces, casi totalmente diferente al que están desarrollando en el presente. Incluso podemos recordar que la frase encontrada no hacía alusión a un objeto directamente. «Hasta que las estrellas se apaguen» era quizá otro sinsentido, pues Aristo ni había visto esas cosas llamadas estrellas ni tampoco creía que, en dado caso que existieran, alguien pudiera verlas apagarse. Él entendía su significado, sabía que, en algún lugar, debía haber unas gigantescas luces inextinguibles con vidas más largas que las de un simple humano. De lo que no estaba al corriente era que para quienes las han apreciado, parecen simples puntitos, por lo cual, durante mucho tiempo, nadie imaginó que fueran hermanas del sol, pero esto último es sólo un dato curioso, sin relación con el tema que nos atañe. Ahora, continuando, es de admitirse que la comparación no precisamente debe hacerse (o tomarse) a través del significado de las palabras encontradas, sino de su efecto. Aunque «árbol», al igual que «Hasta que las estrellas se apaguen», no se relaciona con persona alguna, en realidad no ha causado ningún cambio en Aristo, que se sepa. No lo ha embargado una emoción desconocida ni ha aparecido la figura esperada en su mente, un par de requisitos que él considera indispensables para repetir el fenómeno. De modo que la tarea que se proponen completar ya no le inspira tanta confianza.

Al encaminarse a la casa, uno al lado del otro, en silencio, Aristo caviló bastante. Su enturbiada convicción le impedía darse cuenta de que Melinda se traía otras cosas entre manos; había cambiado de opinión con respecto al objetivo de los posteriores dibujos. En el presente, es decir en el momento en que se dirigen a la entrada del hogar de Aristo, debido a que conocía con certeza el significado de la nueva palabra, aunque hacía unos minutos hubiese dejado en duda esa verdad, deseaba irse por el sendero que les presentara el azar, quien había decidido, en cierto modo forzado por la joven, llevarlos a dibujar un árbol, aquella forma de vida que no había tenido la oportunidad de crecer en la isla. Y así, con intenciones totalmente diferentes, los chicos atravesaron la puerta e hicieron el recorrido que los llevó de vuelta al estudio de dibujo, cuya apariencia no había cambiado en nada. Fue una sorpresa para el niño cuando Melinda se colocó detrás de él y, tomándolo por los hombros, lo condujo con un cariñoso empuje a la butaca. Esperó a que se sentara antes de acercarse a la mesa, tomar el lápiz y colocárselo en la mano.

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—Empecemos —dijo.

—Todavía falta algo —replicó Aristo. Se puso de pie y fue a buscar una página en blanco. Ya de regreso, retiró el retrato de estilo fotográfico que había quedado en el tablero para poner la nueva página. Luego volvió a sentarse—. Ahora sí —dictaminó.

—Bien. Es hora de imaginar.

—¿El árbol?

—Sí.

—Pero…, tengo una duda sobre eso.

—¿Qué duda? Cuéntame.

—¿Cómo voy a dibujar una persona con esa palabra?

—Ah, ya veo. Uhm, creo que no necesariamente tiene que ser una persona.

—¿No? Pero si eso es lo que dijimos que haríamos.

—Aristo, le pones frenos a la imaginación. Tal vez por eso no has logrado hacer nada con forma.

—Es cierto, no he logrado… Pero eso no te lo he dicho. ¿Cómo lo sabes?

—Ahí tienes ese montón de dibujos fallidos. —Melinda señaló la mesa, específicamente a la pila de papeles que mencionaba.

—Ah, creí que…

—¿Qué?

—Nada.

—¿Qué? —insistió ella, agregándole un tono un poco más ascendente a la pregunta.

—No es nada importante. Dibujemos, ¿sí?

—Bueno, yo no voy a dibujar.

—¿Por qué no?

—Es que no sé. Y tú lo haces muy bien. Te puedo ayudar a imaginar.

—Está bien. —Aristo posó su mirada en la página en blanco, levantó la mano que sostenía el lápiz y agregó—: ¿Cómo empiezo?

—Piensa en algo largo, muy parecido a un cilindro. Sabes lo que es un cilindro, ¿cierto?

—Sí, sí, no te preocupes. ¿Qué más?

—Ese objeto no es tan perfecto como un cilindro, es irregular. Arriba tiene muchas ramificaciones, y cada una de estas tiene más ramificaciones, la mayoría con hojas; pero estas hojas no son iguales a las que usas para dibujar, no son rectangulares, puedes imaginarlas redondas, tal vez puntiagudas, como las de las flo…

—¿Qué sucede? ¿Por qué te detienes?

—Estás… Lo estás logrando, ¡y a la primera!

—¿En serio?

Aristo había volteado a mirarla, pero aun así su mano seguía trabajando. Al regresar a concentrarse en lo que hacía se percató de que ya había trazado casi todas las líneas guía, suaves contornos para poder iniciar el verdadero dibujo. En lo personal, no creía que estuviera saliendo perfecto, más bien pensaba que Melinda exageraba, que luego de terminar el primero se tendría que repetir el trabajo, con mayor esfuerzo, en otra página, y quizá seguiría haciéndolo por largo rato, hasta superar el número de retratos que hizo de ella. Al menos quería conservar una parte del proceso de creación, para ver si funcionaba tal cual; eso le daría confianza. Pero, por otro lado, tampoco era que le preocupara, porque a fin de cuentas no sentía la necesidad de tener un árbol en su pequeño mundo, pues estaba conforme con que le acompañara ella, su amiga. Y esta era una idea que empezaba a arraigarse, cosa que tanto podría ser pernicioso para su psique como saludable, lo uno porque lo más probable era que pronto ya no estuvieran solos, lo cual le decepcionaría, y lo segundo porque se formaría el lazo de lealtad que toda persona desea de una amistad.

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Al cabo de quince minutos, Aristo consideró terminado el primer boceto. Retiró la página y de inmediato colocó la siguiente, poniéndose a trabajar. Esta vez Melinda se conformó con sentarse en el piso y observar, como si se encontrara en el cine o el teatro, y debemos darle crédito por ello pues, de manera justificada, el espectáculo que encarnaba la rapidez y perfección con que Aristo iba mejorando las representaciones del árbol era digno de presenciarse acompañado uno con palomitas y algún refresco. Claro que, en esta ocasión, la chica no se atrevió a ir por algo a la cocina ya que no deseaba dilapidar ni un momento. Las siguientes dos horas se resumieron en trazos, contorneados, sombreados y demás; resultaba incluso cómica, en el buen sentido de la palabra, la forma en que el niño se abstraía del resto del mundo, como si solo existiesen él, su lápiz y la página. En aquella estancia se creaba algo nuevo, pero sin el aditivo que parecía trascendental para Aristo, una emoción profunda; no obstante, allí estaba, como si todos los requisitos estuviesen completos, quizá fingiendo, quizá en auténtico trance. Ya se verían luego los efectos.

En una especie de repetición, algo similar a eso que suelen llamar deja vu, el niño, tras terminar el árbol número veintidós, se dejó caer, casi copiando los movimientos de la primera vez a la perfección, cuando terminara los retratos de su amiga, sobre el piso, boca arriba. En un impulso por ayudar, Melinda se atrevió a romper el ritmo de la repetición cargando al niño en sus brazos para llevarlo al dormitorio, sitio ideal donde se recuperaría más rápido. Ciertamente, todas estas acciones no formaron parte de las memorias de Aristo, a quien, para sorpresa suya, debido a que esta vez no tuvo sueños, o su mente no los almacenó como recuerdos (puesto que todos experimentamos, cada noche, aquello llamado sueño MOR o sueño paradójico), le pareció que el mundo se volvía oscuro de improviso, mientras estaba sentado en la butaca, y luego se aclaraba para dar paso a una situación totalmente distinta.

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Se encontró con un techo familiar, sintiendo la sábana arropándolo, acostado en la suave cama; las cortinas de la ventana estaban corridas, la habitación se hallaba en penumbras. Había una pequeña variable; a pesar de todo, en sus nuevas circunstancias (que de seguro, aunque notablemente imprevistas, resultaban previsibles, por eso de la familiaridad), algo le extrañó, algo que no podía pasar desapercibido. Otro cuerpo se asentaba sobre la cama, inmóvil. Aristo viró la cabeza para reparar en ella (sí, de hecho, sabía que se trataba de Melinda) y la encontró dormida, o podría decirse que tenía los ojos cerrados solamente. Su respiración no era profunda; ese era ya un dato que sugería que no se había dejado arrastrar por el sueño. Por otro lado, lo que pasó a continuación fue la confirmación de la sospecha; la chica abrió los ojos con velocidad, una velocidad inusual, casi como si intentara sorprender a alguien o a algo. Pero era posible que no fuera el caso, que en realidad lo hiciera por simple impulso, el impulso de un susto o el de una de sus ocurrencias. Lo cierto es que no daba la impresión de ser normal.

—¿Qué pasa? —dijo el niño.

—Oh, despertaste. —Melinda lo miró, sonriendo—. ¿Ya te recuperaste?

—Sí, de hecho, me siento genial, pero… Veo que te pasa algo, ¿qué ocurre?

—Ah, pues… Hago un experimento.

—¿Sí? ¿Qué clase de experimento? No entiendo.

—Imagino que estoy dormida y trato de despertar.

Continuará...

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