De los placeres del mundo | Cuento (2 de 6)

in #castellano5 years ago


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Llegó a descubrirse su talento mediante un concurso. Radio Brisas del Río, la única emisora de la ciudad, transmitía en vivo desde su pequeño auditorio situado en la calle Bolívar. Conjuntos de música típica, de rancheras y boleros, y algunos de música folklórica (que aún nadie llamaba así) desfilaban ante los grandes micrófonos que parecían querer tragarse a los intérpretes, mientras una pequeña multitud sentada en butacas de madera aplaudía a rabiar, aunque a veces también abucheaba y arrojaba los programas de papel convertidos en bolas de cañón. Marcelo Hinojosa, el dueño y director de la estación, necesitaba una voz femenina. No para él, se entiende, sino para el negocio, la radio.

Su cantante anterior, una mulata de cintura y piernas de avispa, se había marchado a Caracas en el anhelo imposible de conquistar la naciente televisión. Uno de sus socios le sugirió la idea de un concurso, algo que despertara la emoción de la gente. En sucesivas emisiones lanzaron un llamado a la colectividad buscando una estrella. El revuelo fue mayúsculo. Colas de jovencitas y no tanto se agolpaban a las puertas de la emisora buscando ser escuchadas. Voces cadenciosas, estridentes, desafinadas, fulgurantes, pecaminosas, recatadas, tonantes, angelicales.

Tal vez la de Mercedes no fuera la mejor, pero combinaba bien con su cara agraciada y su atractivo cuerpo, y después de dos o tres días de suspenso se anunció que la Radio tenía una nueva estrella.

Todos los sábados en la tarde y domingos en la mañana podía ser escuchada a través de los aparatos Phillips y General Electric que todas las casas, aún las más humildes, ostentaban con orgullo como signo de la modernidad que el gobierno del general Marcos Pérez Jiménez había traído al país, acompañada de la Orquesta Típica Tropical, que con igual facilidad y aplomo interpretaba un vals, un danzón, un bolero o un joropo estribillo.

Domingo en la tarde. Las aspas de los ventiladores de techo giran de vértigo intentando, inútilmente, conjurar el calor de varias decenas de personas sentadas en la sala y el que penetra desde la calle ardiente, de asfalto reblandecido por el sol. Los grupos musicales se suceden en el pequeño escenario. Un locutor ansioso y engolado, de rebuscadas perífrasis, los ha ido presentando y cada uno provoca una ola de entusiasmo entre los espectadores. Mercedes aguarda el final. Detrás de un tabique decorado con palmeras, cocos y un barco de blanca vela, y que cumple funciones de telón de fondo, atisba al público. Hay un joven en el que ya ha reparado otras veces. En esta ocasión lleva un ramo de flores rojas entre las manos. Por la distancia, no puede precisar el tipo de éstas, pero no le sorprendería que fueran rosas. O tulipanes, agrego yo, que son más difíciles de encontrar en estas tierras. Se pregunta si tendrá novia, si luego de la presentación tendrá una cita y cómo será la mujer a quien están destinadas las flores.

Constato, con asombro, que ya está enamorada antes de que le dirijan la palabra.

El grupo musical Los Guácharos del Monte termina su actuación y el público los premia con un prolongado aplauso. El locutor la llama al escenario: nuestro joven talento, promesa encendida en el corazón de nuestros conciudadanos, futura estrella en el firmamento del canto nacional y, por qué no, del internacional: Mercedes Ríos Arrioja, el Ruiseñor del Manzanares. Nuevos aplausos y u no que otro grito de entusiasmo.

Mercedes se adelanta con su alta figura llena de timidez y agradecimiento, en casa de mi tía abuela Alejandrina suben el volumen a la radio y por un momento el ruido de la estática se sobrepone a los primeros compases de la música provocando unos manotazos a los botones de baquelita hasta que la sintonía vuelve a ser normal y todos en la sala familiar respiran con alivio cuando se escucha la voz de Mercedes, cálida y armoniosa, entonando un bolero como una promesa personal de consuelo y amor. A este le sigue otro, con más desgarradura, más hondura de sentimiento, o lo que sea que provoque el despecho; es como el canto de una mujer mayor, desengañada de la vida y de los hombres, que gasta sus horas en la morosa contemplación de un vaso de licor o del humo perezoso de un cigarrillo; una mujer con arrugas alrededor de los ojos y senos caídos, que canta en soledad el último acto de su vida. Los aplausos se escuchan en la calle. Una tonada alegre –un merengue caraqueño de moda veinte años atrás– limpia el aire de tanto humo y tanto alcohol, tanta muerte presentida o anunciada.

El público lo recibe como una lluvia después de la sequía. Una pareja se levanta y baila en el pasillo de la derecha.

Al finalizar, una vez que el locutor ha despedido al público y realiza los pertinentes anuncios comerciales, se acerca el joven de las flores. Mercedes lo ve caminar hacia ella, pero aún piensa que busca a otra persona, alguien improbable colocado a sus espaldas; por eso es genuina su sorpresa cuando el joven le entrega el ramo de rosas, la felicita por su actuación y, sin decir su nombre ni añadir nada más, se retira, se mezcla con el resto de la gente que aún remolonea por la sala sin decidirse a abandonarla y desaparece antes de que ella tenga tiempo de reaccionar.

Los sueños juveniles. Todos están de acuerdo en que no son más que fantasías. Los únicos que no lo creen son los jóvenes, y eso únicamente mientras lo son, porque una vez pasada esa enfermedad cualquiera entiende que aquellos llamados sueños no eran más que engaños, falsas apariencias, humores vanos, fantasmas que distraen el sentido. ¿Cuáles eran las imágenes que llenaban las noches de Mercedes, después de apagar las luces de su habitación, una vez dichas las oraciones aprendidas en la infancia y que aún no habían perdido su mágica eficacia contra los temores nocturnos? Las de la felicidad conyugal, en primer lugar; el éxito artístico, en segundo. Lo curioso, lo sublime, es que esta felicidad doméstica se representara en la forma de un joven desconocido, sin nombre, de rasgos apenas entrevistos, sin carácter definido ni cualidades certificables. Lo que no lo hacía menos real ni necesario.

Sobre su mesa de noche, en un pequeño jarrón, estaban las flores que recibió en la sala de conciertos. Allí permanecieron, aceptando con humildad las miradas de amor de Mercedes, aún después de que los pétalos habían perdido todo rastro de olor y su color pasó del rojo intenso al rojo negruzco de la sangre seca.


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