El mar invisible. Un cuento (3 de 4)

in #castellano6 years ago


En poco tiempo la hacienda empezó a marchar mal. No era una de esas rachas de mala suerte que suceden con cierta frecuencia, cuando se enferman las plantas, llueve mucho o muy poco, los peones no quieren trabajar y la gente piensa que Dios está jugando con ellos, no mucho, porque esas rachas de desgracias duran poco, pero sí lo suficiente como para hacer daño. Pero en este caso no pasaba nada de eso. Era, para decirlo en pocas y simples palabras, que Santiago no sabía lo que hacía. A pesar de su frenética actividad de los primeros meses, dando órdenes y recorriendo los campos todo el día y revisando facturas en las noches, las ganancias mermaban, los trabajadores comenzaban a impacientarse. Él no sabía lo que hacía. Sus decisiones eran generalmente equivocadas y los empleados las cumplían a medias, no sustituyéndolas por las correctas sino por el no hacer nada, acaso comprendiendo con una sabiduría que les venía del contacto con la tierra que cualquier cosa que se hiciese era inútil, y no correspondía a ellos preocuparse ni lamentarse.
Si la cosa hubiese seguido así, habríamos tenido un espectáculo, una historia trágica, respetable, en cierta forma conmovedora: el hombre que lucha contra las propias limitaciones y contra un medio hostil. Vencido, derrotado, pero conservando la dignidad del combate. Bueno, así habría quedado bastante bien. Todos nos hubiéramos sentido reconfortados. Pero, en cambio, Santiago pareció perder todo interés en su destino, en su lucha y demás cosas. De repente, lo teníamos de vuelta entre nosotros, en el bar del hotel, en el club, a veces jugando cartas en su casa, o simplemente sentado en un banco de la plaza. Casi no iba a la hacienda y esta marchada como mejor le parecía: es decir, peor que nunca. Nos llegaban rumores (en los bares inmundos del puerto, entre los olores del pescado podrido y zamuros que se disputaban la última tripa, los peones cultivaban un resentimiento que todos sabíamos inútil, destinado a desaparecer en la próxima ronda de cervezas o rones): las cosechas se perdían, los vehículos no funcionaban, la maleza comenzaba a cubrir los terrenos de cultivos, la casa de la hacienda se caía pedazo a pedazo. Los trabajadores desertaban por falta de pago y al final solo quedó un puñado cumpliendo algunas funciones elementales. Mientras tanto habían pasado dos, tres años.



Fuente

Ya estábamos acostumbrados a verlo. Era uno más de nosotros y hasta los más optimistas habían perdido toda esperanza de un final grandioso, algo como un estallido que nos llenara de espanto, de secreta admiración. Santiago vivía al borde de la ruina, pero nunca terminaba de atravesar la línea. Pedía dinero prestado, que jamás se le negaba aunque los acreedores pusieran caras agrias, porque siempre pagaba. Tarde, en forma irregular, pero pagaba. Claro, la hacienda seguía produciendo; nada comparable con los buenos tiempos, pero suficiente para que viviera y pagara a sus escasos empleados y hasta para tener una sirvienta que se ocupara de la casa y de lavarle la ropa y prepararle la comida. Fue así como conoció a Epifania. La sirvienta se enfermó y llevó a su sobrina para que la sustituyera. Después de todo, el trabajo era simple en una casa en la que la mayoría de los cuartos permanecían cerrados.
No nos dimos cuenta de nada al principio, así que no podemos asegurar cuándo comenzó. Tal vez nos ocurrió como cuando Santiago llegó: algo que sabíamos y no sabíamos, que habíamos escuchado y olvidado, un rumor que no llegaba a ser tal, sino un conocimiento adquirido por vías misteriosas, tardó en manifestarse, en llegar a la conciencia, pero una vez anclado allí brillaba con luz cegadora de comprensión. Supongo que la estuvimos viendo comprar cada vez más ropa y pinturas para la cara y las uñas en nuestros pocos almacenes, cambiando su aspecto de sirvientica por otro que no sabíamos qué era. Nada malo tampoco, no queremos que se nos entienda mal. Sólo era algo distinto: un día sirvienta, con ropa, cara y modales al uso, y al día siguiente (solo que no fue de un día para otro, por supuesto) otra cosa. No como una muchacha rica, ya en este pueblo no hay muchachas ricas y no sabemos cómo van a aprender las pobres muchachas de aquí cómo se visten y perfuman las que tienen dinero: más bien como algo que sugería la riqueza sin serlo, la seguridad y el aire altanero que suponemos proporciona el dinero.
Así que al fin comprendimos. Pronto no dividimos en dos bandos: los que afirmaban que eso le haría bien, le daría un sentido de responsabilidad del que carecía totalmente, y los que decían que solo serviría para exprimirle el poco dinero que todavía tenía, dejándolo más hundido en el pozo de su indolencia. Nadie ―ni unos ni otros― era capaz de censurarle porque la muchacha pudiera ser su hija: no éramos suficientemente hipócritas para ello. Si hubiésemos podido, lo suplantaríamos en la cama, sin muchos remordimientos de conciencia y solo temiendo que los demás se enteraran; o mejor: deseando que algunos se enteraran, los indispensables para la fama y esas cosas. Hicimos chistes maliciosos, aunque no malintencionados, con cierta envidia no disimulada.
No sabíamos lo que sucedía detrás de la puerta. Casi no salían. Pero no son muchas las cosas que pueden pasar cuando se reúnen un hombre y una mujer que no tienen nada en común, como no sea la vieja y ciega necesidad que arroja a uno en brazos del otro. Por la nueva criada nos enteramos que Santiago se levantaba todos los días después de las diez de la mañana; luego de desayunar se quedaba en el jardín interior leyendo. Ella ―Epifania― ya había salido para esa hora, a realizar compras o a visitar a sus parientes (porque ahora ya no tenía necesidad de vivir con ellos, los padres y hermanos gritones y violentos, ni dormir en un colchón desvencijado con olor a orines antiguos, porque ya no tenía que odiarlos ni defenderse de ellos, podía dispensar su indulgencia y su generosidad: los regalos, algo de dinero, su presencia renovada y admirable). Volvía a mediodía y almorzaban juntos. Después se retiraban a su habitación. La criada levantaba los restos de las comidas, lavaba los platos y se marchaba. No regresaba hasta la hora de preparar la cena y regularmente no veía a ninguno de los dos sino cuando comenzaba a poner los platos de la nueva comida, repetía los gestos del mediodía ―recoger, lavar, ordenar― y ya para las ocho de la noche estaba en su propia casa olvidada de sus silenciosos patrones.
Un día la criada ―que se llama Ana y no es la tía de Epifania, ya que esta no volvió, no se sabe si por petición de Santiago o de la muchacha, o por voluntad propia para guardar las formas de la jerarquía familiar negándose a tener una sobrina por patrona― entró a una habitación buscando algo; era la habitación equivocada porque allí no había nada que pudiera interesarle. Se encontró con Santiago: sentado detrás de un escritorio cubierto de papeles, todavía con un lápiz en la mano apoyado sobre la hoja cubierta de signos hasta la mitad. Pero en ese momento no escribía. Parecía haberse detenido a mitad de una frase, como si su pensamiento hubiese dejado de accionar, y allí estaba, erguido el lápiz rígido en la mano derecha y mirando sin ver hacia la puerta. Una lámpara encendida sobre el escritorio iluminaba la superficie de este, cubierta por hojas escritas pero desparramadas sin ningún orden, como si las hubiese arrojado allí un niño que jugara con los papeles. También había algunas en el piso. Santiago no se molestó por la intrusión. Solo parpadeo algunas veces y no dijo nada, como esperando. Ana dice que su patrón parecía el hombre más triste del mundo, con una tristeza casi grosera que llevaba subida a los hombros y le había paralizado el rostro y el resto del cuerpo. Solo con los ojos decía algo, pero el mensaje era demasiado confuso.


Gracias por la visita. Vuelvan cuando quieran.





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