Recordando a mi abuela

En los últimos días me ha tocado hablar de mi abuela en distintos contextos por lo que creo que se merece un post.

El recuerdo de ella no se parece en nada a la dulce viejecita de los cuentos, aunque ya está en otro plano, sigue presente porque así la siento. No hay día que no la recuerde, la mayoría de las veces por las ocurrencias, anécdotas, chistes, curiosidades, particularidades y esa herencia de genes que está allí y me acompaña.

María de los Santos Padrón, a quien todos llamaban Santos, tenía un carácter fuerte, sus decisiones eran inquebrantables, así fuesen ilógicas si ella decía que debía hacerse, se hacía. Fumaba tabaco, eso le daba un aire misterioso que ella disfrutaba, no sabía leerlo, ni nada que tuviese que ver con hechicerías, pero si alguien pensaba que sí, ella le daría razones para creerlo. Me tocó aguantarme las risas, mientras ella simulaba leer el tabaco a alguna de mis amigas, y ver las caras de asombro de ellas, que imaginaban que era verdad lo que les decía y que mi abuela sí sabía de esas artes.
Tenía una forma de amar muy explícita, afirmaba que el amor nunca era igual para nadie, que a algunos se quería más que a otros, eso la hacía tener largos debates con los demás familiares; creo que disfrutaba esas discusiones y por terquedad no daba su brazo a torcer, porque fue una persona que supo demostrar amor a cada uno de sus hijos, nietos y bisnietos, a su manera. Inventaba palabras, sobrenombres o motes para referirse a cada quien. Me hacía gracia que cuando iba a hablar de alguno en particular los imitaba, cambiando la voz. Nos enseñó a jugar barajas: roba pilón, carga la burra, florecí y el “cagao”, este último era el que provocaba más hilaridad, cada quien iba tomando una carta hasta que saliera el as de oro, y ese “afortunado” era luego víctima de burlas y más risas, en los otros, solía esconder cartas cuando veía que podía perder. Ya la conocíamos por su tendencia a la trampa y la picardía, por lo que el juego se trataba más de desarmar a la abuela que de otra cosa.

_{En una de sus visitas a Apure}

Ver a la abuela feliz era agradable, ella no podía ocultar su mal humor o preocupación, cuando algo ocurría, su cara y silencio eran delatores de que algo pasaba. Llamaba a sus hijos Los “Tapa-tapa”, porque estos para no preocuparla le habían ocultado situaciones difíciles en algún momento.

En una oportunidad se presentó un malhechor a su casa, ella estaba sola, el delincuente le dijo, que su hijo había tenido un accidente, que estaba bien, pero que él necesitaba ropa y algo de dinero para traerlo; ella creyó la historia y buscó una camisa nueva de otro hijo y todo el dinero que tenía se lo entregó a aquel bandido. Fue la única vez que la vi llorar. Mi tía pudo contactar a su hermano que estaba en su lugar de trabajo en Maracaibo y todo estaba bien. No era época de celulares ni de comunicaciones rápidas. Ese tiempo de zozobra fue angustiante para todos, y ella que ya había sido desinformada en otros momentos, por su edad, no creía que el hijo realmente estaba bien, fue un momento desagradable y nunca supimos quién fue el sujeto que inventó todo eso para su beneficio.
La abuela fue el centro que mantuvo unida a su familia, todos los domingos en las tardes se reunían los hijos y nietos en su casa. Eran tardes de calor humano y compartir entusiasta. En una oportunidad se quedó ella viendo aquella cantidad de niños que corrían de un lugar a otro y dijo: “parece mentira que de una macollita…”

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