Todos los que hemos tenido mascotas sabemos que amamos a nuestros compañeros peludos como un familiar. Siempre están ahí para nosotros, nos miran con amor, esperan impacientes nuestro regreso a casa, se echan a nuestro lado cuando estamos enfermos, nos reconfortan cuando estamos tristes, y nos regalan miles de momentos de felicidad.

Esta es la historia de mi Candy, mi hermosa golden retriever.

A diferencia de lo que todo el mundo piensa (que le puse el nombre "Candy" por la serie animada Candy Candy), le coloqué ese nombre porque desde la primera vez que la vi, me pareció la cosita más dulce del mundo.

Candy tenía una característica muy particular: una línea de pelo que iba desde su frente hasta el hocico. Cuando llegó a mi casa, las primeras noches lloraba como un bebé (bueno, era una bebé) y yo me acercaba a su cama, la cargaba, le cantaba hasta que se quedaba dormida, la volvía a acostar y un par de horas después se repetía el proceso. Jamás me molestó, me daba mucha tristeza que llorara así, pero al menos sabía que yo estaba cerca para reconfortarla.

Ella era extremadamente cariñosa y le encantaba acompañarnos a mí, mi tío, mi mamá y a mi abuela (especialmente a ella, ya que dormía en su habitación). Sin embargo, los primeros años no fueron fáciles; los golden retriever son una raza de perro muy activa y Candy era, sin duda, una cachorra traviesa y nunca se quedaba quieta.

Conforme pasaron los años, Candy aprendió a comportarse mejor, aunque jamás dejó de ser alegre y juguetona, y eso me hacía muy feliz. Era un perro-ninja; se escabullía sin hacer ningún ruido mientras comías hasta que, cuando te dabas cuenta, la tenías a centímetros de ti, viéndote con sus ojos enormes. Normalmente cuando la descubrías, ella volteaba la mirada, como si la cosa no fuera con ella... Me hacía reír muchísimo.

Le tenía miedo a los truenos, los paraguas, las escobas... En fin, a casi todo. Parecía no ser consciente de su tamaño, y en las noches de tormenta, se refugiaba debajo de mi escritorio.

Los días que me encontraba enferma, ella abría la puerta de mi cuarto de un empujón con su cabeza, y se acercaba a la cabecera de mi cama. Apoyaba su cabeza junto a mí, y simplemente se quedaba allí quieta, cuidándome.

Candy fue una perrita saludable y feliz por muchos años, hasta que la displasia en las patas traseras comenzó a impedirle el movimiento. Cuando pensamos que había pasado lo peor, descubriríamos que tenía varios tumores.

A sus 9 años de edad, mi familia y yo tomamos la decisión más difícil de todas, una que no deseo que nadie se vea en la obligación de hacer. Ponerla a dormir era lo mejor que podíamos hacer para evitar su sufrimiento... o eso me repito, cada vez que me siento culpable y el dolor me oprime el pecho.

Recuerdo que al día siguiente tuve que ir a trabajar, y no dejé de llorar en la oficina en todo el día. Mis compañeros entendían. A mí no me importaba que me vieran llorar, simplemente no podía evitarlo. Yo continuaba trabajando mientras las lágrimas corrían de forma silenciosa.

Lo peor de todo es el silencio en casa. Abrir la puerta al llegar y que ella no llegue corriendo hacia ti, ladrando y saltando. No escuchar sus pisadas, el choque de su cola con las puertas, sus suspiros.

Hoy escribo esto 4 años después, con un nudo en la garganta y el corazón oprimido. Nada nos prepara para las pérdidas, y nunca dejamos de extrañar a quienes amamos, pero debemos aprender a vivir con ello. Ella me hizo muy feliz cada momento de su vida, y sólo espero haberle retribuido la misma felicidad.

Mi amada Candy, si hay un cielo, espero poder verte nuevamente. Quiero abrazarte y rascar tu barriga y detrás de tus orejas, como tanto te gustaba.

Gracias por hacerme tan feliz y permitirme sentir el amor más puro.

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*Todas las fotos fueron tomadas por mí.