Cuento corto: Asteroides

¿Nunca les pasó de soñar con un libro, película o juego que hayan visto? ¿Algo que experimentaron poco o mucho pero que realmente nunca vivieron? Yo me obsesiono por conocer la historia del cine, saber quiénes inspiraron las películas que vemos hoy; en la música, escuchar el primer demo que sacaron como banda antes de ese disco en que la rompieron; o con los juegos, probar lo que hoy no tocaríamos ni con un celular en la más insoportable sala de espera, esos que algunos consideran clásicos pero que en el día a día no le dedican ni cinco minutos. Por esa pasión fue que llegué al Asteroids de Atari.

En una navidad mi viejo me sorprendió por dos motivos: primero con su presencia, sin avisarme había viajado desde el interior hasta Buenos Aires y con un mensaje de texto me avisaba que estaba en la puerta, también lo hizo luego con un anuncio, dentro de siete días llegaría de afuera el regalo que había encargado para estas fiestas. Luego de afilar mis armas de negociador, esas que tanto intentan pulir en las universidades y utilizar finalmente en trabajos, fui a la Aduana, entre idas y venidas transcurrió un mes pero la espera valió la pena. Ante mí un imponente fichín, impoluto, parece que vino del '80 hasta acá sin que nadie se cruzara en su camino, sólo un coleccionista que lo quiso más que a la madre. De Houston directo a Ituzaingó. Estaba extasiado.

Con la ayuda de un amigo la cargamos en el fondo de su camioneta y la subimos los dos tramos de escalera que separaban mi habitación del resto de la casa. Sin fuerzas pero completamente entusiasmado por probarla, olvidé subir el transformador, creo recordar que volé hacia abajo y luego volví a subir saltando con el ladrillo negro de 800w que permitía exportar magia de 110v a nuestros 220. Ese momento en silencio en que descubrí cómo era la parte de atrás, misterio que nunca pude resolver en mi infancia rodeado de máquinas en las casas de fichines de la costa. Mi amigo se detiene un segundo y señala un pequeño sticker, yo lo desestimo, quería probarla ya. Me toca el hombro y lo vuelve a señalar, esta vez presto atención: 1 millón de puntos te separan de la verdad. Eso es lo que traduje con mi inglés básico del secundario. La enchufamos, jugamos un par de horas y como suele pasar, nos aburrimos. Tomando unas bebidas él vuelve a sacar el tema del sticker de vuelta.

-Qué genial sería ver ese mensaje

-Es imposible, olvidate. Con esfuerzo llegamos a 10.000 puntos. Tendrías que estar días y días atado a la máquina para llegar a eso.

-Sí, pero...

-Olvidate.

Me encantaría haber hecho caso a mi consejo, nunca fui bueno para reconocer cuando algo no salía como quería, lo primero que hice ni bien regresó a su casa fue encerrarme horas y horas. Nada, 15.000 puntos, 30.000, máximo. Por cada diez mil puntos que acumulás te dan una vida pero siempre aparece una nave "despeja máquina" que te la arrebata instantáneamente. Me acosté frustrado, llegué a pensar que el sticker era falso, una broma de algún retorcido para enfermar a otro retorcido pero sin capacidad de entender el uso de la ironía. Soñé que la tierra era atacada por asteroides, obviamente yo era el encargado de detenerlos pero una y otra vez fallaba, nunca llegaba a destruirlos todos. Al despertar tenía un mal sabor de boca, me estaba arrepintiendo de aceptar ese regalo.

 

Conté tres días sin ver el sol, un llamado, una recapitulación. Antes de esto esperaba ansioso recorrer la ciudad, sacarme fotos en monumentos que sólo los turistas con cámara al cuello reparan en ver, nosotros los asimilamos, adquirimos esa capacidad de taparlos por un manto de invisibilidad por el que podemos ver a través de ellos, nunca directamente.

Era un lindo día, un verano con 26º en la ciudad, ausencia de nubes, celeste intenso en el cielo, poco más se puede pedir. Sin embargo, como a esos monumentos, lo daba por hecho, no levanté la vista en ningún momento. El obelisco y su intervención perforando la avenida más ancha. Una foto allí. Si todos naciéramos con instinto de fotógrafo podría haberme evitado ese ardor en los ojos pero tuve que ponerme contra el sol para esa foto. Lo ví, me encandilé y al desviar la mirada aparecieron puntos blancos en ese cielo tan despejado. Un defecto del encandilamiento, pensé. Después de cada foto volvía a levantar la vista y esos puntos seguían allí. Me detuve a mirarlos, y por fin los pude reconocer. Esos asteroides me siguieron hasta acá, salieron de ese gabinete y se pararon arriba del obelisco. Volví a casa fastidiado, desconecté el juego y esperé -ahora lo sé- inútilmente, que todo terminara allí.

 

Esto ya me está alterando, van diez días y no puedo salir. Había organizado ayer a la noche salir con ella, íbamos a ir a comer al lugar más agradable de este pueblo y ya había planeado la distancia que podíamos hacer caminando, no creo que el vino nos dejara más, hacia el telo donde van todos los que no pudieron huir del hogar familiar. Ya me había arreglado, tenía la ilusión de que esto quedara atrás, salí al patio, una noche despejada, se me ocurrió mirar las estrellas y compararlas con pixeles, ahí estaban y en el momento en que pensaba volver a entrar de nuevo en el cielo apareció ese maldito triángulo, esos malditos asteroides siendo destruidos una y otra vez. La llamé, intenté respirar hondo, la primera vez no me atendió, pude respirar, la segunda sí. Le dije que me sentía mal, que era cierto, le dije que la extrañaba, que también era cierto, le dije que mañana no podríamos vernos tampoco, que no era tan cierto.

Decidí quedarme, no volver a salir hasta encontrar esa respuesta, hasta que esos asteroides, malditos asteroides, se vayan de mi cielo y me dejen volver a respirar. Ese millón ya no parece un número tan lejano, es el precio de la verdad.

 

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