De los placeres del mundo | Cuento (3 de 6)

in #cuento5 years ago


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3

El siguiente domingo estuvo otra vez entre el público. No llevaba flores. Mercedes cantó como nunca lo había hecho, con entonaciones y sentimientos que ella misma ignoraba poseer. Ese día los aplausos y los gritos de entusiasmo se escucharon en la plaza vecina y el director de la emisora multiplicó sus consejos y apretones de mano. No supo en qué momento el joven se colocó a su lado: el pelo negro muy corto, la cara fina de ojos pequeños y penetrantes, el delgado bigote sobre los labios estrechos, precisos. Era, quién lo duda, un rostro atractivo, muy del gusto de una época en la que los cantantes y actores mexicanos encarnaban el ideal de belleza masculina. Rostros de hombres duros, algo cínicos y atormentados, con un toque de extraña delicadeza, sentimentales. Su voz, cuando se dirigió a ella para felicitarla, tampoco la decepcionó: bien timbrada, profunda para un hombre tan joven. No debe tener más de veinticinco o veintiséis años, calculó Mercedes.

Reconozco que no soy bueno para las escenas eróticas. Si me esfuerzo podría lograr una convincente, pero es un trabajo que me causa más molestias que satisfacciones. Como Bartleby, prefiero no hacerlo. En consecuencia, saltemos sobre el relato, apresuremos las páginas, obviemos incidentes engorrosos y encontremos a Mercedes arreglando sus ropas en el cuarto trasero de una vieja casa de la calle Castellón en la que, a pesar de la puerta y las ventanas cerradas, se filtra una hermosa y suave luz de final de la tarde, extensas franjas luminosas donde flotan partículas de polvo. Aire caliente y seco de la tarde, con el tenue rastro de perfumes y piel. Mi joven y bonita prima ha conocido, al fin, las delicias del amor y se ha sumergido en esas aguas sin exceso de remordimientos. Ahora se abraza al cuerpo masculino a medio vestir, aspira el olor del cuello de su amante y si alguna duda queda en ella desaparece en la intensa felicidad corporal que la inunda.

Salen de la pieza y atraviesan un patio húmedo en el que abundan las rosas y las calas, esas flores que parecen reunir los atributos masculinos y femeninos (no se debe ver en esta presencia floral ninguna intención simbólica, eran flores en un patio húmedo, nada más). Tal vez la casa está vacía, tal vez no. Mercedes no ha visto a nadie al llegar, tres horas antes, y no ve a nadie al marcharse. Jesús mismo le abrió la puerta situada en una pared lateral de la vivienda, en el medio exacto de una tapia azul que ocupa toda una cuadra. En la acera de enfrente de la estrechísima calle, otra casa eleva un alto muro ciego en el que sobresalen ramas de árboles –mangos, flamboyanes–, proporcionando un entorno discreto, alejado de las miradas curiosas que nunca faltan. De todos modos, reconozcámoslo: a Mercedes le tienen sin cuidado tantas precauciones. De hecho, ha accedido a la clandestinidad y el disimulo por insistencia de su joven amante, si por ella fuera, no dudaría en comunicarle a sus padres y demás parientes que ha encontrado al amor de su vida.

Son palabras graves, palabras grandes, y ya sabemos que a las grandes palabras hay que temerles porque nos hacen desgraciados.

Como sea, Mercedes está dispuesta a enfrentar la imaginada ira familiar y formalizar su relación. Así que podemos verla, una tarde de domingo, luego de terminados sus compromisos con la emisora de radio, en la modesta sala de su casa, vestida como para una fiesta, sonrisa en la cara, ojea una revista sin verla. Ya su madre le ha preguntado si espera a alguien y ella ha respondido que sí sin añadir nada más. La madre tampoco ha insistido. El padre se encuentra en algún lugar del patio, entretenido en revisar uno de los muchos motores que han comenzado a ocupar el sitio de las plantas. Ella, atenta a los ruidos que vienen de la calle, escucha detenerse un automóvil y luego el sonido de una puerta al cerrarse, confundido con el golpe en las costillas de su propio corazón enamorado. Se levanta y se dirige a la puerta.

Fichier:Otto Matieson in The Woman from Moscow.JPG

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Desde la calle hay un camino que serpentea –describe dos o tres pequeñas curvas, como si se quisiera retrasar la llegada de los visitantes a la casa, pero no demasiado– por el jardín en el que abundan las rosas y otras flores, y por ese camino ve llegar mi prima a su amado. La madre, que también ha escuchado el vehículo, permanece en el centro de la sala, pasando revista mental a los pobres objetos que llenan su cotidianidad, preguntándose si los muebles estarán limpios o si hará falta pasarles un trapo húmedo. El joven –bastante buen mozo, piensa– está ya bajo el umbral y saluda con un sonoro "Buenas tardes", el sombrero en la mano en un gesto lento y estudiado. Mercedes lo toma de la mano y se vuelve hacia su madre.

–Mamá, quiero presentarte a Jesús Alcántara, mi novio.

Luego todo sucedería con rapidez: la palidez de la madre, su salida de la habitación para ir a buscar al padre, la llegada de este aún con olor a gasolina en las manos, y pronto todos –incluidos los hermanos pequeños y la perra que solía estar en el patio– estaban sentados en la sala tratando de comprender la seriedad de lo dicho por la niña.

Lo del traje cruzado demasiado elegante, el sombrero en la mano, el bigote fino y los lentes oscuros que asomaban por el bolsillo de la chaqueta le dieron mala espina a Rómulo, aunque no pudiera precisar por qué; después de todo ese era la indumentaria de todo hombre decente que, por añadidura, se dispusiera a requerir de amores formales a una muchacha de su casa. Otra cosa lo incomodaba, más allá, también, del hecho de que Mercedes hubiera ocultado –¿por cuánto tiempo?– sus relaciones; algo impreciso que encontraba, tal vez, en la excesiva seguridad mostrada por un hombre tan joven en tales circunstancias, o en el leve rasgo despreciativo en la comisura derecha de su bien delineada boca.

Diríamos ahora: cómo no reconocer las señales inequívocas del esbirro, del torturador, visibles bajo la máscara de la piel para quien quisiera verlas, sobre todo si cuenta con la ayuda de un narrador que desde el principio lo ha identificado como tal. Pero ese es un privilegio del que no gozaba el padre de Mercedes, él sólo podía guiarse por sus intuiciones, las señales que procesamos inconscientemente y nos envían mensajes de alerta sin que sepamos de dónde proceden.


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