De los placeres del mundo | Cuento (6 de 6)

in #cuento5 years ago (edited)


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6

Salió a la calle. Estaba vacía. A pesar de eso no se podía saber quién estaría atisbando detrás de las cortinas. Caminó con pasos apresurados.

Cruzó la esquina y allí estaba el auto de Gonzalo, negro y pesado, lustroso a pesar de sus años. Saludó a su amigo con una sonrisa; el miedo cerraba su garganta. Todo le daba miedo: que sus padres descubrieran su ausencia, que el mensaje no hubiera llegado a su primo, que su novio no pudiera presentarse o que se presentara y aun así algo saliera mal.

Gonzalo encendió el motor; la miró esperando sus indicaciones. Se había colocado un sombrero oscuro en la cabeza y una bufanda alrededor del cuello, lo que le daba un cómico aspecto clandestino poco conveniente. Bajo la sombra del ala brillaban sus dientes. El temor de Mercedes se transformó en alivio, entonces pudo indicarle la ruta.

No había muchos autos en las calles. Algunos juerguistas saturados de carcajadas y alcohol les gritaron obscenidades que el viento arrastró.

A veinte metros, la casa era una masa oscura en medio de los blancos médanos a la orilla del mar. Unos achaparrados árboles de uva de playa se extendían alrededor. A esa distancia se detuvo Gonzalo por petición de la muchacha, quien prefería llegar caminando. "Volveré por ti en una hora". Eran las 11:30.

Mercedes se acercó a la casa, inestable sobre los zapatos inútiles para caminar en la arena, tiritando por la brisa helada del golfo. De nuevo el miedo le agarrotaba el estómago ahora que la vivienda de paja y barro se levantaba frente a ella, y dentro de esas paredes había gente tan asustada o preocupada, o las dos cosas, como ella misma, gente de su sangre entre los que se sentiría culpable y ante los cuales tendría la necesidad ineludible de disculparse, de pedir pendón, de asegurar que ella no tenía nada que ver. Y en ese estado de ánimo, y en esos pensamientos, la encontró Alberto, su primo fugitivo, saliendo de un costado de la casa, con un cigarrillo apagado entre los dedos de la manos izquierda, agregando un susto de muerte al que ya sentía.

Allí estuvieron, en solitaria compañía, unos quince minutos, hasta que los faros de un carro los iluminó. El vehículo se detuvo a unos veinte metros, casi en el sitio exacto donde había descendido Mercedes, y escucharon abrirse la puerta y vieron erguirse la silueta de un hombre.

"Es él", dijo Mercedes, al tiempo que comenzaba a caminar seguida de Jesús. El hombre encendió un cigarrillo, y a la luz de la llama aparecieron las facciones refinadas y duras del novio de mi prima.

"¿Qué voy a hacer contigo, Meche, dime? ¿Quién te dijo que vinieras?"

"No te preocupes por mí. Vendrán a buscarme más tarde. Llévatelo a él."

"Claro, claro; a eso vine, Meche. Pero no te puedo dejar aquí. Es peligroso. Súbanse los dos. Tú –señalando al muchacho–, en el asiento delantero."

Salieron a la carretera y avanzaron unos minutos a buena velocidad, en la ruta que conducía hacia Puerto la Cruz, y luego, al tomar una curva, aparecieron dos autos y cerraron la vía. Jesús detuvo la marcha, se estacionó con cuidado y sacó un revolver con el que apuntó a la cabeza de Alberto. Otros hombres armados se acercaron, sacaron al muchacho del vehículo y se divirtieron un rato dándole patadas. Lo levantaron del suelo tomándolo de los brazos. Volvieron a golpearlo, en el estómago y en la cabeza, y esta vez parecieron satisfechos porque lo arrastraron hasta uno de los carros y lo arrojaron al interior sin preocuparse más de él por el momento. Se quedaron fumando y conversando entre ellos.

Mercedes los contempló sin atreverse a desviar la vista, demasiado horrorizada para gritar o llorar.

El automóvil de su novio se puso en marcha, dio media vuelta y enfiló hacia la ciudad. Sólo cuando estuvieron entre las primeras casas comenzó él a hablar.

"Debes comprender que no tenía otra opción. No habría podido hacer otra cosa, así lo hubiera deseado. Tu primo es un enemigo del Estado, un subversivo. Y yo... bueno, mi trabajo es acabar con ellos. No te diré que lo siento por él. Tendrá lo que merece. Pero sí lo siento por ti, porque, a pesar de que ahora no lo creas, yo te quiero."

Las palabras le llegaban apagadas, confundidas con la brisa que entraba por las ventanillas. Jesús no despegaba la vista de la carretera y sus palabras rebotaban en el parabrisas. Aún así, cada sílaba provocaba lentas laceraciones en el cuerpo de Mercedes y se quedaba latiendo en su piel, desconectadas unas de otras, como sonidos puros llenos de aristas, sin significado más allá del dolor que infligían.

"Cuando tengas tiempo de pensarlo todo bien, verás que tengo razón y las cosas no serán tan malas como te parecen. Mañana es otro día, y nosotros tenemos muchos días por delante."

Así continuó un largo rato, un monólogo aburrido donde se encontraban la justificación del régimen y la futura felicidad doméstica, y que la muchacha escuchaba con aparente indiferencia, y nunca mejor dicho, porque su silencio ocultaba la inmensa náusea que comenzaba a llenar su cuerpo, como si quisiera arrojar todo –todo– lo que había dentro de ella: la cena de la tarde y el agua que había bebido, y el estómago y las tripas que las contenían, y la saliva de los besos y el semen de Jesús, y la sangre de su cuerpo, el sabor del café, el recuerdo de sus padres y sus hermanos pequeños, su infancia feliz, la música y sus canciones, todo lo que la hacía ser ella, lo que le daba una identidad sobre la tierra y un rostro identificable.

De pronto advirtió que habían llegado y el carro se encontraba otra vez detenido; Jesús seguía hablando. Mercedes bajó, dio un paso hacia el jardín, luego se volvió y escupió sobre la carrocería negra un débil hilillo de rabia e impotencia.

Esa noche quiso morir y no lo consiguió. La vida se le pegó con terquedad a la piel. Soportó la ignominia de los días siguientes, las semanas y los años. No volvió a la emisora. Se negó a ver a Jesús. No salió de su cuarto en mucho tiempo.

La dictadura se cayó un 23 de enero, dos años después, y no lo celebró; tampoco tuvo nada que lamentar. Las explosiones de los fuegos artificiales –humildes cohetes de luz amarilla– se confundieron con los disparos, y juntos se perdieron en la algarabía de cornetas y gritos de “libertad, libertad” y otras palabras semejantes, dejándola insensible y fatigada.

 


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Buen cuento, me ha gustado, saludos.

Muchas gracias, @doctorlibro, por su lectura siempre atenta. Desde hace dos meses tengo serios problemas con mi conexión a internet; la mayoría de las veces no puedo comentar ni leer, así que aprovecho esta rendija de internet para decirle que me gustan sus artículos y fotografías.
Saludos.

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