El fondo de mares silenciosos | Cuento (8 de 8)

in #cuento5 years ago

 

Peces de agua salada

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8 Julia sirvió la comida mientras Lucia disponía los platos. Carne de chivo asada y tubérculos. Marcano miraba a Julia: se movía con la misma gracia y calma que veinticinco años atrás. Su cuerpo era más grueso, su rostro estaba tostado de sol y había arrugas alrededor de sus ojos y marcas profundas cerca de la boca, pero en lo esencial era la misma Julia: hermosa y tranquila.

El muchacho regresó. Se había bañado y puesto una camisa, aunque vestía los mismos pantalones cortos.

–Hay muchas cosas que quisiera contar y explicarte –dijo Marcano, cuando en realidad no quería contar ni explicar nada; sentía como si debiera justificar su vida ante un jurado examinador.

–No tienes que hacer nada de eso –Julia sonrió y su sonrisa disolvió las reservas de Marcano–: Estoy contenta de encontrar a un amigo. Ya habrá tiempo para conversar y contarnos nuestras vidas. Mañana. Esta noche hay que dormir; yo sé lo que cuesta llegar hasta mi casa. Además, creo que mis hijos quieren mostrarte algo.

Lucía se levantó y caminó hasta el centro del patio, donde había un estanque rectangular recubierto de azulejos. No era muy grande, tal vez de uno por dos metros de lado y cincuenta centímetros de profundidad, le pareció a Marcano. “Ven”, dijo Lucia invitándolo con la mano. Marcano se asomó al estanque. En el fondo había un par de peces de tamaño mediano, grises, oscuros, con franjas más claras en el dorso, tan inmóviles que al principio los creyó muertos. Pero no, eran dos animales vivos y saludables, de los más comunes. Marcano se dio cuenta de que la sorpresa había borrado de su memoria el nombre que conocía tan bien y que servía para designar aquellos peces. Miró a Lucía.

–Los atrapó mi hermano hace tiempo –Juan seguía sentado a la mesa, indiferente a la conversación.

Más tarde, en la habitación junto al patio en la que se había instalado, daba vueltas en la cama alejado de toda idea de sueño. Los dos peces lo miraban con sus ojos redondos a través del agua. Antes, Julia lo había acompañado hasta la entrada del dormitorio; y Lucía había tocado a su puerta poco después, cuando ya estaba acostado, todavía con la luz encendida. Se sentó en el borde de la cama y le preguntó cómo se sentía. Él quiso contestar que bien, pero no pudo mentir y confesó que se sentía débil y confundido.

–Tal vez eso sea bueno. A lo mejor hay esperanzas para ti –luego se inclinó y lo besó en la boca. Salió antes de que Marcano dijera algo.

Apagó la luz. En la oscuridad, los peces lo miraban alternativamente con los ojos de Julia y de Lucia. Sin que lo advirtiera se durmió.

Abrió los ojos y estuvo seguro de que un ruido en la habitación lo había despertado. Esperó unos segundos. El ruido se repitió, pero no era allí sino afuera. Consultó su reloj: las cinco y media, pronto amanecería. Se levantó y vistió cuidando de no producir sonido alguno, pero no pudo evitar que sus articulaciones de viejo crujieran. Salió de la habitación que daba directamente al patio de tierra. En el cielo despejado, dos estrellas brillaban con inusitada claridad en el azul cada vez más pálido. Juan lo miró desde la lejanía incomprensible de sus dieciséis años, una edad que a Marcano le parecía no haber tenido nunca. Se acercó al muchacho. Pero antes debió pasar por el centro del patio, donde estaban los peces. Se detuvo junto a ellos. Giraban con lentitud uno alrededor del otro, casi invisibles en la escasa luz, sorprendentemente ordinarios.

–No logro entenderlo –dijo en voz alta, hablándose a sí mismo, no al muchacho al otro lado del estanque. No quería pensar en aquellos peces imposibles, no quería verlos y no lograba apartar la vista de ellos. Ahora estaban quietos, aplastados contra el fondo, tal vez mirándolo.

Juan tosió con discreción, como si no quisiera interrumpir una conversación ajena y sin embargo se viera obligado a ello. Marcano levantó la mirada. Vio los anzuelos y el rollo de nylon en las manos de Juan. Le preguntó si podía acompañarlo.

–Claro, para eso ha venido, ¿no?

Los cerros cobraban volúmenes, rugosidades, zanjas y grietas en la luz naciente. Marcano caminó detrás de Juan siguiendo el lecho seco de una quebrada hasta llegar a una roca plana que se elevaba dos metros sobre el agua gris. Marcano contempló la inmensa extensión en su movimiento incesante, la curva del horizonte, sintió la solidez de la tierra bajo sus pies, el calor del sol subiendo por su espalda y su nuca. El mar golpeaba con fuerza la costa y salpicaba espuma en su cara. Un rastro de sal se depositó en sus labios. Miró a su acompañante, esperando un gesto que lo confirmara. El muchacho tensó el brazo en un movimiento rápido y contenido, la delgada línea plateada salió de sus dedos, cortó el aire y se hundió en las olas. Su rostro era serio, concentrado y feliz.

Marcano sostuvo el ligero peso del anzuelo. Volvió la vista otra vez hacia el muchacho, a sus diestras manos, y una repentina e inexplicable sensación de orgullo lo inundó. Trató de sentir la gravedad del propio cuerpo afirmada en los talones. A su lado, Juan tensaba la línea que lo unía el mar respondiendo a las sacudidas que venían de lo profundo. Con resignación, con esperanza, se preguntó si también él sería capaz, si tendría la ligereza y la habilidad, si habría perdido y ganado lo necesario. Bueno, pensó, ya lo averiguaré. Soy Roberto Marcano, estoy aquí, frente el mar, pescando.


Gracias por la visita. Vuelvan cuando quieran.

 


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