La biblioteca. Cuento (11 de 14)

in #cuento5 years ago (edited)



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Se sentiría muy halagado de que pasara con ellos la noche y de que compartieran la humilde comida. Luego el anciano quiso saber cómo había ido a parar a aquellos desolados parajes, tan alejados de las rutas transitadas por los comerciantes y viajeros.
Mi abuelo ya estaba preparado para esta pregunta y afirmó, sin rubor, que su grupo había sido asaltado por bandoleros, que algunos de los que lo acompañaban murieron o fueron heridos y otros lograron escapar sin daño, y entre estos él; pero perseguido por los atacantes, había tenido que internarse cada vez más en un territorio que desconocía, hasta que se había encontrado por completo desorientado y extraviado de su destino; durante dos días y dos noches había vagado sin rumbo y ya desesperaba de encontrar ayuda humana cuando había visto el humo que salía de tan digna vivienda.
Algunos detalles eran falsos, pero el miedo pasado y su alivio presente eran verdaderos. Confesó que había dejado su cabalgadura algunos metros más atrás, entre la enmarañada vegetación al pie de la montaña, porque no sabía que encontraría gentes tan decentes y bien dispuestas. Tenía algunas provisiones que con gusto contribuirían a hacer más agradable el encuentro. Sin esperar más, fue hasta la mula y la trajo a las cercanías de la casa; allí rebuscó entre sus cosas y encontró casabe, tabaco, lo que quedaba de la carne seca y, un milagro inadvertido hasta ese momento, una botella de brandy inglés. Estas cosas, y los flacos peces de agua dulce que se asaban en una plancha sobre las brasas, constituyeron lo que pareció a mi abuelo un verdadero festín, y a juzgar por las palabras de agradecimiento del anciano, también para sus anfitriones.
Mientras la silenciosa niña llevaba afuera los restos de la comida –sólo los huesos más grandes de los peces quedaron en las escudillas de barro–, Sebastián y el anciano compartieron sendos tabacos y algunos tragos del delicioso licor.
Cómo es posible que vivan tan aislados, quiso saber mi abuelo.
Las calamidades de la guerra, contestó el anciano con un hondo suspiro, alcanzan a unos más que a otros, aunque en todas partes siembran ruina y destrucción. Esta fue una casa próspera, nadie lo supondría ahora, pero hace apenas tres años la vida bullía a su alrededor. La guerra, querido señor, se llevó a mis hijos, mis esclavos, mi hacienda y mi propia salud, convirtiéndome en el despojo avergonzado que se presenta ante sus ojos.
Sobre eso conocía bastante Sebastián, o estaba comenzando a conocer, pero no quiso explicar demasiado de sí mismo, y apenas encontró palabras para consolar al anciano. Este se había sumido en un sombrío silencio, del que salió poco después con una carcajada, mientras afirmaba que mientras se tuviera vida habría esperanzas y la prueba estaba en su visitante, que le había traído esos dos regalos a los que ya había renunciado: el tabaco y el brandy.
La oscuridad se instaló no sólo en el interior de la vivienda, sino también afuera. Era noche cerrada cuando dieron la última calada a los tabacos. La niña había encendido una lámpara de aceite que producía un olor desagradable. Del exterior llegaban gritos de animales que, tal vez por la presencia de otros seres humanos, a mi abuelo se le antojaban más estridentes que nunca, incluso más que en las dos noches pasadas al descampado.


Gracias por la visita. Vuelvan cuando quieran.


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