El Doblado. Un cuento ilustrado. Periplos, Revista de Arte y Literatura. N° 2

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El Doblado. Un cuento ilustrado / @adncabrera*

Amigos que navegan por el mar de Steemit, desde ese barco que hoy continúa su viaje, @EquipoCardumen, los invito a leer mi cuento, el séptimo de la saga Una familia imaginaria, que escribo desde hace un tiempo. Es la primera vez que ilustro un cuento propio, aunque lo he hecho con poemas.
He querido ofrecer a ustedes este trabajo, desde este lugar, como parte de lo que mi corazón de escritora, y de incipiente ilustradora, se esfuerza por construir al lado de ustedes, en sinergia con el cardumen que me cobija en su movimiento.

Pueden leer los otros relatos, si ese es su gusto, desde aquí

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Entiendo que, más allá del episodio del descuartizamiento, la gente de Río Salado recordaba poco de la vida de Dicló. Casi nada conocían sobre sus andanzas antes de aparecer con aquel holandés infortunado, y, cuando le preguntaban a la abuela Setié, esta mandaba a los curiosos a preguntarle al mismo Dicló, quien era experto en no entender el español cuando le convenía.
Recordaban que Dicló había sido marido de Florentine Setié, mi tátara. Que Florentine lo había abandonado poco después de la muerte del hijo de ambos, Apolo, apodado El Conejo, y que, luego de dos lustros, cuando Florentine se hartó también de su tercer marido y se fue a vivir sola a Cerro Seco, Dicló la visitó cada día, sin falta. Para todos era claro que Dicló nunca había dejado de amarla y nunca había superado la muerte del hijo. Para todos era claro que el deceso del niño marcó el momento en que comenzó a menguar, confinado en su dolor, mansamente. Dicló se convirtió en un hombre sigiloso; un hombre que, al paso de unos pocos años, empezó a dar la impresión de ser viejo, a pesar del vigor de su cuerpo; alguien a quien, pronto, gente de poca bondad comenzó a tratar como a un anciano estorboso, y, en algunos casos, con cierta displicencia grosera reservada para los débiles. Así pues, la existencia del martiniqués era resumida por la memoria de los pobladores en unas pocas acciones, en las cuales se fue gastando hasta que se apagó una mañana de diciembre, vísperas de Navidad.
Pero sucedió que, poco después de la muerte de Dicló, una muchacha singular, depositaria inesperada de una confidencia de la abuela Setié, vendría a interrumpir a su modo ruidoso el suave acomodo que la historia de Dicló tomaba en la memoria de las gentes de Río Salado. La historia de Dicló vino, entonces, a estorbar las parrandas de fin de año, y su relato introdujo en el horizonte de los pobladores una incertidumbre incómoda que se reñía con la certeza de que eran fantasías de esa muchachita atolondrada llamada Estanislav, a quien todos conocían como Taní. Mi padre decía que tanto Dicló como Taní habían sido mártires de esa historia; sólo que Dicló lo fue de un modo silencioso, en tanto que Taní lo fue de manera bulliciosa. La abuela Setié conectó estos dos desamparos.

Una flor amarilla

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Para el momento en que Dicló murió, Estanislav era una muchacha afilada, de piel brillante y ojos vivos. Todo en ese rostro saltaba hacia afuera: pupilas, dientes, labios; los rasgos dispuestos con un atrevimiento de las formas que tempranamente avisó de una lujuria alegre, difícil de contener. Era una criatura menuda y fuerte, poseedora de una inocencia de la que no se curó en toda su vida y, claro, nunca se preguntó por qué la abuela Setié la había escogido como depositaria de esa confidencia.
Todos, todos sabían que Taní no podía guardar secretos. Y no precisamente por malicia, sino porque era incapaz de distinguir sus propias conclusiones de lo que había escuchado o de lo que había imaginado.


Era su mundo una confusión de realidades que se disparaban sin concierto, de manera tal que no distinguía verdad de mentira, y confundía acontecido con posible, pero también, a veces, con alguna historia escuchada en la infancia, una visión, un sueño.

No obstante, Taní carecía de lo que llaman gran imaginación. Sus relatos se presentaban como un revoltijo de situaciones cotidianas, de inconexiones, que no llegaban a asombrar mucho a nadie. La gente del pueblo se limitó a lidiar con lo que consideraban apenas una excentricidad como hacían con todo lo que ponía a prueba el sentido común: le pusieron una etiqueta. En el caso de Taní la etiqueta fue “enredosa”. Taní era enredosa y, por tanto, no se podía mandar recados con ella. Taní era enredosa y no se le prestaba mucha atención a lo que decía. Fue esa condición, —decía mi padre aguantando la voz, la mirada perdida en la hondura de su paraíso, los dientes hermosos, musicales, fosforesciendo—, la que impidió que la gente creyera la historia extravagante que contaba sobre Dicló. Eso, y la circunstancia de que los hechos que involucraba nunca se hubieran podido considerar contados por la boca prudente de Setié. Ni los años, ni la experiencia lograron aclarar para mi padre los motivos que llevaron a Florentine a depositar su revelación en un ser tan poco fiable. Suponemos que fue el modo que encontró para sacarse aquella historia tremenda del pecho, sin traicionar del todo el secreto que tal vez había comprometido. Por otra parte, si de escoger un interlocutor se trataba, Estanislav era la única que podía estarse quieta escuchando aquel relato con la naturalidad de un oído simple, sin mácula ni pudor.
Había, sin embargo, otro elemento para considerar. Mi padre lo extrajo de un recuerdo que conservaba de la Estanislav de los tiempos del secreto, muy distinta del de la anciana grave y algo tenebrosa que conocí muchos años después. Recuerda mi padre a Taní bajando la calle principal; su vestido, una flor amarilla sacudiéndose bajo la luz del sol de la mañana. Bella en su refajos de fiesta, la boca reluciente, bajando la estrecha calle principal, alborotando de camino a las celebraciones de la fundación. Recuerda mi padre su turbación al ver la plaza desierta, su terquedad desecha en llantos ante la imposibilidad de comprender que iba a una fiesta que no acontecería sino semanas después, que acaso había estado bailando con su vestido amarillo mientras andaba por los caminos blandos del sueño. Cuando su madre se la llevó de vuelta a casa, casi a rastras, Taní desbocó su desesperación: quería aprovechar el baile antes de que los Lattan comenzaran la pelea y acabaran con la fiesta. Y, por supuesto, a nadie extrañó la referencia que tercamente y a gritos hacia Taní, pues los hermanos Lattan tenían mala bebida y mal carácter, y desde pequeños se habían batido a golpes y a pedradas con medio pueblo; también desde hacía mucho iniciaban peleas en las fiestas. Solamente, acentuaba mi padre viendo intensamente un punto más allá, levantando el dedo para enfatizar la veracidad irrefutable de su conclusión, que en la fiesta de la fundación de aquel año además de una pelea hubo un muerto, y fue uno de los Lattan.

El secreto de Dicló

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La cosa comenzó con el zamuro. Dicló tropezó con la jaula nada más entró al rancho del maizal, que cultivaba desde que había nacido Apolo. El niño, como si hubiera ejecutado una travesura de despedida, había dejado la jaula, que era de un tamaño considerable, atravesada de tal modo que Dicló estuvo a punto de caer de muy mala forma. Nada más verlo, Dicló sintió el pecho cogido por una araña de fuego que le hincaba las patas en las costillas. Respiró, sin embargo, agradecido, la soledad vegetal y se sintió consolado. Después del entierro de Apolo, Florentine se había quedado muy quieta. Muda. Sin voluntad para comer ni beber, sin voluntad para llorar o cantar. La gente, recordaba mi padre, decía que se había reducido, literalmente, que después del luto fue una mujer más pequeña. Dicló se refugió en el rancho del maizal. El zamuro lo recibió con su único ojo enrojecido, hambriento, cargado de odio. Dicló abrió la jaula y se apartó, pero el animal no se fue muy lejos; se guareció en un pozo séptico que Dicló estaba excavando. Por muchos días el hombre lo alimentó con ratas de monte que él mismo cazaba, maíz de sus cultivos. Hasta que una mañana de octubre el pájaro probó las plumas de las alas y decidió irse.

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Dicló lo vio en ese trance, con las alas extendidas a la orilla del sembradío: una criatura fea, de andar torpe; un reluciente y negrísimo dios estropeado. Cuando, finalmente, luego de una carrera de saltitos cojos, levantó un vuelo preciso y lejano, Dicló sintió el crujido de su voluntad al romperse y comprendió.
Vio, como si lo viera otro, que tenía muchos días agachado en una esquina del rancho y, sin embargo, estaba parado a la orilla del maizal viendo volar al zamuro tuerto de Apolo. “Doblado”, pensó, despidiéndose de la vida, entregando en el vuelo del pájaro aquella única cosa que lo había mantenido unido a sí mismo. Entregando el último lazo de cordura que ataba su mente a esa tierra, a Florentine y a su propio cuerpo.
Desde entonces comenzó a verse a sí mismo agachado en un rincón de su mirada donde quiera que iba. Cazaba en el monte y se veía jugando distraídamente con una piedrita al pie de una mata de neem. Hacía el amor y se veía agachado en un rincón del rancho hurgando con una ramita en el piso de tierra; una figura mansa, que lo contenía y lo reflejaba. Era eso, una figura entristecida, agachada; un hombre doblado sobre su propio terror en el borde de la existencia, en las esquinas de la visión donde las cosas comienzan a ser reales.
Con los meses, El Doblado se fue formando, tomando contornos más nítidos y Dicló comenzó a tropezárselo descuidado en el centro de su campo visual, siempre agachado, mirando al suelo, tratando de ignorar la presencia del otro. El Dicló que todos conocían se convirtió, a la par, en un hombre de movimientos cuidadosos, cada vez más callado. Era así porque había percibido en el otro, en El Doblado, una herida de miedo. El Doblado le tenía pavor. Tenía miedo del cuerpo voluntarioso de Dicló, que respiraba, comía, fornicaba. Y Dicló, por su parte, vivía cuidando sus movimientos, su respiración, en la incertidumbre de que El Doblado emprendiera la huída en una carrera sin fin y lo dejara abandonado, definitivamente solo.
Fue por ese tiempo que el zamuro de Apolo comenzó a regresar al maizal. Extendía las alas en el sol de la tarde y se acercaba con andares altaneros a los granos que Dicló le ponía. Mientras picaba, no dejaba de acechar con el ojo sano; pero no observaba a Dicló, sino que vigilaba a El Doblado. Alertado por esta conducta, Dicló comenzó a mirar al otro con recelo, sospechando en él, por debajo de sus movimientos medrosos, por debajo de las sombras que escondían su rostro, aquello; una resonancia peligrosa, otra potencia del miedo, propensa a romperse en ira cruda, en impiedad. Entonces, fue Dicló quien, temeroso desde ese momento y hasta que murió, se condenó a buscar el modo de no enfurecer a El Doblado. Dice mi padre que Estanislav contaba que fue este temor el que contuvo a Dicló el día aquel en que el gendarme le dio la paliza a Florentine y que fue la cólera de El Doblado la que triunfó sobre la voluntad de Dicló cuando este blandió el machete y comenzó el descuartizamiento. Contaba Estanislav que Dicló, unos años antes de este acontecimiento, había comenzado a sondear a El Doblado, insistentemente pero con voz suavísima: “¿Palevupatuá?”, quizá con la esperanza de que el otro, El Doblado, le hablara por fin. El Doblado nunca respondió. Dicló comenzó a pensar que, tal vez, no entendiera el patois; y sería cierto porque, aclaraba Taní siempre que contaba la historia, la única vez que habló fue en español, por boca de Dicló. Lo que dijo sería recordado para siempre en Río Salado: “Vete al infierno con tus perros, Diablo”. Y un arrebato de sangre cerró sus labios para siempre. Fue una ira relampagueante que rompía carnes, indiferente a los aullidos, indiferente a la mierda. Indiferente al pavor asombrado de los presentes. Descuartizó, entre resoplidos de esfuerzo, al gendarme y a sus perros; esos animales hermosos y feroces, cobrados como piezas del odio.
Dicló murió cuando habían transcurrido muchos años de esa violencia, y muchos más del entierro de Apolo, El Conejo, el hijo cuyo verdadero amor conoció sólo a través del dolor. Nunca dejó el maizal. Cuando Florentine lo abandonó y, mucho después, cuando sus manos se deformaron por la artritis y apenas podía atender el plantío, siguió allí.

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El Doblado lo acompañó cada día y cada noche: oscuridad dentro de las oscuridades espesas de su sueño. Porque Dicló no volvió a soñar. Sus párpados se cerraban a una habitación vacía, El Doblado era una sombra en un rincón hurgando algún pequeño trozo de tinieblas con sus manos siempre inquietas. Pero también, con los años, la relación de éste con Dicló cambió y se convirtió —casi— en una compañía deseada.

Supe por boca de la misma Estanislav, ya una anciana de labios rotos y voz grave; una mujer gorda, calladísima, muy distinta de la jovencita de vestido amarillo descrita por mi padre, que Dicló murió unos cincuenta años después de la primera visita del zamuro de Apolo. Me dijo que la abuela Setié le había regalado el rancho del maizal, donde vivía cuando la conocí. Me dijo, señalando una hilera de destellos negrísimos en el horizonte, que ella todavía alimentaba al zamuro de Apolo. Que ella había sido encargada por la abuela Setié de contar la historia de Dicló, hasta el día de su partida —y apuntaba hacia el maizal como si allí mismo estuviera la tierra de los muertos.
Me dijo que Dicló seguía en el maizal, y que, durante los meses secos, cuando el sol ponía amarillas las hojas del sembradío, el zamuro tuerto venía a sumarse a esa pareja apesadumbrada, su ojo rojo rabioso mirando fijo a El Doblado. Me dijo que no dejaría de venir nunca.

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Proceso de las ilustraciones

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El resto de las ilustraciones se compusieron a partir de la manipulación digital de las que aquí muestro.

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@adncabrera (Adriana Cabrera).* Nacida en Cumaná, Venezuela, en 1969. Escritora y aficionada al dibujo y la pintura. Profesora de Teoría Literaria y Literatura Latinoamericana (Universidad de Oriente, Venezuela). Autora de Los nombres silenciosos (poesía, 1994), y de varias coautorías en los últimos veinte años. Sus artículos académicos, narraciones y poemas han sido publicados en revistas de Venezuela y Colombia.

Sort:  

Excelente trabajo, @adncabrera. El título mismo ya es un atractivo para pasearse por sus letras. Tu historia me remontó a aquellos años cuando hablábamos de los cuentos de la tierra de tu papá; ese Río Salado de la infancia que te dejó tanto material para tus cuentos. Te felicito, amiga, está mundial. ¡Y las imágenes son una belleza!

En tus manos, "El doblado" pinta con palabras y con colores, @adncabrera, como solo tú sabes hacerlo.

¡Felicidades por esta hermosa creación, un manjar para la vista y la imaginación!

Me encanta el sabor mítico y poético de la voz en este relato de sangre.

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Hay que desdoblarse para ir disfrutando de esta historia. Mucho que aprender de ella. ¡Excelente!

Gracias por la visita, @angel.isaacdavid. Bienvenido siempre, hasta desdoblado.

Bienvenida esta otra entrega de esa saga familiar imaginaria que me maravilla, @adncabrera. Me atrapó la historia de Dicló retomada aquí (en el uso magistral que haces de la regulación de la información), ahora con la revelación de esa un tanto extravagante relación con el zamuro dejado por su hijo Apolo, de un lado, y con esa suerte de figura desdoblada de sí mismo, no por casualidad denominado el "Doblado"; y con ello la inclusión de ese otro extraño personaje femenino Estanislav, que llama a cierta ternura.
En definitiva, tu relato me cautiva nuevamente tanto por su talante fantástico y mítico, como por su lenguaje muy poético. ¡Y un plus de valor, tus dibujos!
¡Gracias por compartir! Un abrazo.

Gracias, @josemalavem. Es para mí muy importante tu lectura de esta saga. Hay allí mucho de mi proyecto de escritura más central hasta ahora. Espero poder alcanzar el nivel que estos personajes exigen para existir apropiadamente. Espero también poder dibujarlos. Un abrazo.

Cada letra, cada dibujo, cada Dicló y hasta la muerte, lo vuelves arte.

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Querida @marpa, amo esa muñequita. Es toda una belleza. Y sopla estrellitas.
@marpa, aprecio que hayas leído mi cuento. De verdad, lo aprecio, es un proyecto en el que pongo vida y mucha materia oscura, pero así es la literatura.
Pero la verdad es que la mucñequita cumple para mí ahora el mismo sentimiento que tuve hace ufff, cuando me regalaron mi primera muñeca que hablaba.
Me voy a quedar horas viéndola soplar.
Gracias, querida @marpa.

Una historia que atrapa de principio o fin. Excelente. Te felicito. Un abrazo.

Sigo disfrutando tu historia @adncabrera, esa magia que le imprimes a los lugares y personajes marcan un estilo muy personal que ahora se acentúa aún más con tus ilustraciones. ¡Abrazos!

Gracias, @evagavilan. espero que los fantasmas familiares no vengan a reclamarme. Abrazos enormes para ti.

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