Legión de Humo

Tres cigarrillos me quedaban, un encendedor cercano a terminarse y un pequeño tanque con gasolina, eso habría de ser suficiente. Mi celular sin batería y ningún reloj a la vista, pero sabía, sentía que la medianoche se acercaba, y esa hora, Ellos vendrían.

Sería un encuentro casual en comparación a los demás que hemos tenido, siempre en medio de algún problema, siempre transitando por algún desastre inesperado. Pero esta noche todo estaba tranquilo, y por vez primera era yo quien los invitaba, a sabiendas de que no les importaría la recepción en esta calle solitaria y tan alejada de todo. Lo cómodo de la soledad es un presente que reciben bien.

¿Qué de quienes hablo?, esa pregunta yo mismo me la he hecho varias veces a lo largo de mi vida. Les he visto, les he escuchado, les conozco pero no les CONOZCO. Al principio, cuando era niño, solo eran susurros bajo de la cama o sombras fugaces en las esquinas. Con el tiempo se volvieron más tangibles, y empezaron a aparecer en mis sueños.

Las figuras parecían hombres vestidos de negro, pero enmarcadas en un aura de sombra que difuminaba sus rasgos de manera que no pudiese distinguirles, y que para mi fuesen un todo en lugar de varios. Ellos me daban ideas, ellos me decían que debía escribir, sobre algún mundo, sobre aquel ritual, sobre ciertas situaciones. Yo dividido entre el miedo y la curiosidad les hice caso, y al poco tiempo mi nombre empezó a resonar en el mundo. El excéntrico genio, la revelación mesmérica, el hombre de los oscuros bestseller. Los dictados de Ellos me hicieron escritor de éxito.

Suena bien, y a pesar de mi ansiedad por sus visitas al principio creí que todo podía ir sin problemas. Estaba equivocado. A medida que escribía más, a medida que las ventas y mi cuenta bancaria subían sus cifras, cosas malas empezaban a pasar a mi alrededor, a la gente que aún mantenía cerca. Coincidencias, accidentes repetía yo, que cada vez dormía menos, y mi desapego fue ahuyentando a cualquiera que no tuviera negocios conmigo.

El niño tranquilo se había convertido en adulto ermitaño, y la casa donde vivía se cubrió con matices de polvo-niebla y humo gracias a mis ojos insomnes que confundían sueño con vigilia. Porque ahora Ellos aparecían sin que me fuese a la cama o sin que cerrara los ojos. Ahí en mi sala, de piernas cruzadas y tomando té en el sillón. Su voz de coro dulce advertía algo, y yo temblaba sin saber que era ni que hacer.

Los días se volvieron un borrón de imágenes ahumadas, frenesí de tinta y visitas de Ellos. Ahora solo había una persona del mundo normal con quien hablaba: mi editora, mujer inteligente en el punto justo donde se empiezan a separar la última juventud y la clara madurez.

Yo la atendía lo mejor posible y procuraba no ahuyentarla al ser el último vínculo con las imágenes claras de hace años, pero poco a poco el humo de todo lo demás se acercaba a su imagen, hasta que una tarde, una hebra la tocó. Al día siguiente me enteré que había sufrido un accidente de tránsito, y no sabían si saldría del coma.

Ya era demasiado, demasiado lo que otros han pagado por una fama que nunca deseé y por unos lujos que nunca he disfrutado. Escribí una carta y la cubrí con una capa ligera de uno de los tantos preparados que mis libros mencionaban, y la quemé. El humo salió de un negro profundo, en hilillos delgados que danzaban en el aire y se desvanecían como aspirados por una presencia imperceptible.

Por eso los esperaba en esta carretera desolada, ya a punto de acabar mi tercer y último cigarrillo. Mi voluntad era la del cansancio, el agotamiento de quien no tiene nada que le importe perder, pero sí una última cosa buena que hacer. Y con la última bocanada al industrial rollito de tabaco, el humo se alargó imposiblemente en frente de mí, se enroscó sobre sí mismo, y tomó la forma de Ellos.

Les sonreí levemente. Es momento de terminar con lo nuestro dije antes de vaciar la gasolina encima mío y accionar el encendedor una última vez.