Ror

Avancé por la densa arena del desierto mientras escuchaba el aleteo de Ror detrás de mí.

El calor de la roja arena traspasaba mis desgastadas botas, intensificando el dolor de mis callos. Aun así, continué. A unos cuantos kilómetros podía divisar una mancha borrosa, difuminada por el aire caliente del desierto. El sol inclemente abrasaba mi sombrero, sentía quemada toda el área de los ojos, la única parte de mi rostro que no estaba protegida.

El cielo estaba teñido de naranja, indicios de que anochecería en menos de una hora. Debía hallar un árbol seco en el cual recostarme. Solo una fogata me protegería de los ruidos que emitía la oscuridad.

No había señales de vida, al menos no mientras hubiera luz. Lo único que podía escuchar era el viento, el aleteo de Ror y devez en cuando, algunos de sus graznidos.

Roland.

No mucho después, encontré algunos árboles y arbustos secos. El sol ya estaba ocultándose en el horizonte, dando paso a otra fría noche. Recolecté algunas ramas secas de los arbustos y, minutos antes de que cayera la noche, encendí una fogata.

Estaba recostado sobre un tronco seco. La luz de la fogata apenas me permitía ver a más de cinco metros, pero sabía que allí estaban. Los escuchaba. También podía sentir a Ror volando a través de la oscuridad. Terminé de comer el trozo de carne seca en mi mano y cerré mis ojos. La calidez que emitían las llamas y el crepitar de las brasas me resultaron relajantes, mi cabeza se inundó de pensamientos y recuerdos.

Mi mente recreó el eco de los disparos de un revolver. Mi revolver. Esta caza, esta maldición, estaba cansado. Ror era mi ancla, y era un peso del que me quería librar. Estaba cansado de estar en el medio, sin poder elegir entre la vida o la muerte.

Abrí mis ojos. Algo rondaba en la oscuridad. Mis ojos hicieron un recorrido panorámico. Lentamente fui levantando mi poncho, dejando al descubierto mi revolver. Entonces, se mostró.

Una pata salió de la oscuridad, seguido de un hocico alargado, luego de unos grandes ojos que parecían brillar como una llama. No tardé en darme cuenta de que en realidad eran pequeñas llamas. Era difícil decir lo que era. Carecía de pelaje, pero era muy parecido a un perro lampiño. La sombra generada por las llamas le daban un aspecto más amenazante, su pálida piel estaba cubierta por brotadas venas. Me sonreía maliciosamente, mostrándome su hilera de ensangrentados dientes. Más que un gruñido, emitía una especie de siseo gutural, como si se le dificultara respirar.

Mi mano ya estaba sobre el revolver.

Ojos de ángel. Escuché a Ror graznar desde la oscuridad.

Aterrizó junto a la fogata. Las llamas hacían brillar el escaso plumaje negro que tenía, y las sombras hacían que su aspecto sarnoso fuera más repulsivo. Picoteó la arena, y dirigió su vista hacia el perro lampiño. El animal mostró los colmillos con más ferocidad.

Frank. Le graznó Ror.

Volvió a alzar vuelo, desapareciendo en la noche. Así como apareció, el perro volvió a introducirse en la oscuridad. Tanto él como las otras cosas se alejaron, y no volvieron a molestar por el resto de la noche.

El sol de la mañana era igual de impotente, el calor era el mismo a cualquier hora. La mancha en la lejanía comenzaba a tomar forma. Ya distinguía las edificaciones del pequeño pueblo. Nada interesante pasó. Llegué un poco después de mediodía.

El pueblo era pequeño, las edificaciones eran viejas, la madera estaba desgastada. Todo se veía sucio. Una nube opacó el sol, dándole un aspecto más lúgubre a este lugar olvidado de la mano de los dioses.

Clint.

Caminé a través del pueblo. Ninguno de los lugareños se fijaba en mí. Todos parecían indiferentes ante la presencia de un extraño. Solo estaban concentrados en sus cosas. Sus miradas eran perdidas, como si estuviera en un trance, y solo la inercia se encargaba de mover sus pesados cuerpos. Sin embargo, parecían reaccionar ante la presencia de Ror, al mirarlo podía ver en sus ojos un breve destello de miedo. En consecuencia, caminaban más rápido para alejarse de mí.

Ante mí apareció una figura que no caminaba ni tenía la mirada perdida. Estaba fija en mí. El hombre frente a mí yacía inmóvil, con los pulgares enganchados al cinturón. Una pistola reposaba en su muslo izquierdo. Me detuve a unos cinco metros de él.

¡Jango!

Esta vez Ror graznó con más fuerza. Eso bastó para que todos a nuestro alrededor corrieran para esconderse.

El hombre y yo nos miramos fijamente. Estaba esperando por mí. Cuando te enteras de que la muerte viene por ti, puedes decidir huir, o enfrentarla. Después de todo soy solo un hombre…o no. Hacía tiempo que había olvidado lo que se siente ser uno.

Agarré el extremo derecho del poncho y lo tiré sobre mi hombro izquierdo. Dejando al descubierto mi revolver. El hombre puso la mano sobre el suyo. Nos miramos por unos segundos más, se mojó los labios, sus dedos bailaban sobre el arma. En una fracción de segundo desenfundó y apuntó hacia mí. Apenas percibí su movimiento desenfundé y apreté el gatillo dos veces, mientras la boquilla de mi arma humeaba, el hombre se quedó parado con el arma alzada y dos agujeros negros y sangrientos en el pecho. Se tambaleó un poco y se desplomó en el suelo arenoso.

Volví a guardar mi revolver y miré a Ror, estaba posado sobre el techo de una taberna. Sus ojos blancos apreciaron la escena, luego los apuntó hacia mí. A la luz del día se podía ver mejor el plumaje que le faltaba en gran parte de su cuerpo.

Clay. Graznó.

Otro nombre a la lista. Conseguí un caballo, y continué mi viaje, acompañado solo por mi revolver y Ror, quien siempre estaría conmigo, anclándome a este mundo, para que nunca olvidara los nombres de aquellos que ya nadie más recordaría.

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