Fabián tenía una caja roja, en donde guardaba montones de cosas.

Algunas eran redondas.

Otras cuadradas.

Algunas tenían espinas, que lastimaban.

También había cosas crocantes, azucaradas.

Otras suaves, algodonadas.

Y aunque nunca había logrado verla con claridad, le gustaba imaginarla como la caja de herramientas de su abuelo, adonde todos afirmaban había una solución para cada problema. Y es que el abuelo José había aprendido qué cosas valía la pena guardar (y no eran tantas).

Imagen del Dominio Público (Pixabay)

Fabián pensaba que debía ser como su tía abuela Clotilde, que olvidaba todo, pues él mismo ya no recordaba ni la mitad de las cosas que había guardado en su caja (yo diría que, de hecho, recordaba poquísimas). Y eso que apenas tenía ocho años.

De vez en cuando, su madre le aconsejaba.

—Todos debemos, de vez en cuando, sacar las cosas de la caja roja, desempolvarlas; ver cuáles necesitan pulirse o, quizá, remendarse. Algunas, incluso, deben desecharse. Uno no puede acumular demasiado o no quedará espacio para más nada, ni siquiera para las cosas alegres o deliciosas.

Pero a Fabián no le emocionaba esa idea; ya lo había intentado antes y cuando hubo sacado gran parte, se dio cuenta de que no reconocía mucho de lo que estaba hacia el fondo. Algunas de estas cosas que habían permanecido ocultas en lo más hondo de la caja roja habían cambiado su forma; había cosas tan blandas, que se habían aplastado totalmente. Otras eran tan vaporosas, que se habían disipado hasta casi desaparecer. Y a Fabián, con todo esto, le resultaba imposible diferenciar las buenas de las malas, o las útiles de las inútiles. Era muchísimo trabajo. Así que solo frunció el ceño y respondió:

—Ahora no puedo; tengo que terminar mis deberes a tiempo si quiero ir por el helado que me prometió tío Julio.

Su mamá lo observaba con paciencia y una sonrisa diminuta y amorosa.

Ese día, camino a la heladería, vio a un perro callejero muy delgado. Sintió mucha pena y lamentó profundamente no tener algo que pudiera darle de comer. Sus ojos no podían apartarse del cachorro, mientras que su tío lo halaba gentilmente del brazo.

—Apura el paso, Fabián, o se acabará el sabor que te gusta. —Le decía el tío Julio con buen humor.

A Fabián se le hizo un nudo en la garganta. Era incómodo llevarlo allí, así que lo sacó para guardarlo en su caja roja. Era de soga gruesa y áspera, con una vuelta tan apretada que parecía imposible de zafar.

Fabián había empujado el nudo tanto hacia el fondo de la caja, que ni siquiera lo recordó mientras degustaba el helado cremoso y dulce que tanto le gustaba.

De regreso a casa, vio que el cachorro aún estaba echado en la acera, triste y hambriento. Apretó los ojos y ahora era él quien halaba la mano de su tío, para apurar el paso. El nudo golpeaba fuerte para salir de la caja roja de Fabián, pero él logró contenerlo.

Al llegar a casa, Fabián sintió que aquello no estaba bien y aunque sabía que no le dejarían tener una mascota, pues debía esperar a cumplir doce, pidió permiso a sus padres para adoptar al cachorro. La respuesta de su padre, lo sorprendió.

Gracias por leer esta parte 1/3

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Fuentes de las imágenes:

• Imagen para libre uso por David Bartus (Pexels)
• Imagen del Dominio Público (Pixabay)
• Imagen del Dominio Público (Pxhere)

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