Despertó como si hubiera estado dormido durante un siglo. No sentía su cuerpo. Había despertado, sí, pero por el momento era solo un despertar de la conciencia. En vano trató de recordarse en un tiempo pretérito, ¿había vivido antes de ese instante?, nada recordaba. Era como un recién nacido, pero con discernimiento. Imposible definir cuánto tiempo transcurrió hasta que pudo percibir una respiración, concluyó que sería su propia respiración; luego sintió un hormigueo que recorría las orillas de su cuerpo, una briza que removía los vellos de su vientre y una cierta ingravidez, como si flotara.

Seguía, sin embargo, sin poder moverse. Todo lo que consiguió, con gran esfuerzo, fue abrir los ojos. Arriba el extenso cielo, a los lados solo agua. “Estoy en una isla desierta”, pensó entonces, “tendré que buscar la manera de salir de esta horrenda soledad”. Pero cuando logró verse a sí mismo lo comprendió. Él era la isla.

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