Cuando la mujer entró al recinto, todos los ojos voltearon a verla. Su cuerpo sinuoso y joven respiraba una sensualidad de animal felino. Era de esas mujeres que olían a café, pero seguro sabían a chocolate. Se detuvo cerca del mostrador de vidrio y alzó una de sus piernas quedando ella como una garza en mitad de la nada. Los hombres la miraron y por un instante fueron polvo. Supieron que ninguna mujer como aquella pudo haber salido de una costilla sino del mismo centro del universo.

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La mujer encima del cuerpo masculino, cabalgó lento como si entre sus piernas tuviera un caballo de paso. El sudor goteó por su cabello largo y hasta lubricó sus senos. La respiración del hombre era un jadeo de mil kilómetros y de un viejo de 100 años. Ella, lenta, paso a paso, mirándolo de frente, lo vio temblar y volverse agua. No tuvo más remedio que cabalgar sola encima de las almohadas.

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La niña corrió en los pasillos de la escuela detrás de un niño de rizos negros. El niño que se aleja y la niña que se acerca. El niño no quiere jugar con ella. La niña en su ingenuidad no se ha dado cuenta. El niño llora al ver a la niña cerca. La niña mira por primera vez al niño y comienza a mirar a todos los hombres de la tierra. Sonriendo, feliz, se aleja. Ha descubierto que cualquier desinterés es la fórmula perfecta. El niño queda llorando.

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El esposo en mitad de la sala materna, espera. Su angustia lo paraliza, lo aniquila, lo enferma. Respira una y otra vez, y siente que es una experiencia terrible, estar allí, sentado por horas en una silla. Mientras que la mujer en el quirófano, luego de 9 meses de nauseas, estrías, dolores, ve con ojos de felicidad al ser que le han puesto en los brazos. Es un hombre, dice la enfermera. Y la madre piensa: Y pensar que la historia dice que fuimos nosotras las que salimos de ustedes. Bonita leyenda.

HASTA UNA NUEVA LECTURA, AMIGOS