Confesaba Cesare Marchi, docente y escritor, que él, por antigua pereza, prefería los viajes a través de la historia que los viajes a través de la geografía (1), algo que no comparto, pero que evidentemente respeto, sobre todo, porque estoy convencido de que ya tendré tiempo suficiente para aburrirme pensando en el consejo de Calderón de la Barca, relativo a que los sueños, sueños son y todavía me considero un ferviente devoto del bendito refrán popular que dice aquello de que ojos que no ven, corazón que no siente.

Ya lo ven, amigos, me gusta viajar. Y por suerte o por desgracia, me gusta también escribir. Creo que el viaje y la escritura, comparativamente hablando, son tan complementarios como la lluvia y el sol: tanto la una como el otro, hacen que la tierra florezca como un vergel. Y de eso se trata, de florecer y vivir. Viajar, después de todo, es vivir la Historia a mi manera, identificarme con los lugares que visito y consentir, con nada fingida voluntariedad, rendir el alma a los seductores dardos dorados que me alcanzan continuamente, provenientes de las certeras ballestas de la Cultura y el Patrimonio.

De cada lugar que visito, suelo guardar numerosos recuerdos, pues el hombre, después de todo, es un ser que por naturaleza, tiende al egoísmo. Pero también reconozco, que siempre hay un detalle, que en apariencia puede resultar irrelevante, pero que al final se convierte en el cebo perfecto que nos tiende el Fatum o Destino de las tragicomedias griegas, para engancharnos con la misma voracidad que una trucha que se lanza a engullir la mosca que pende del anzuelo de la caña del pescador, haciéndolo sobresalir del resto.

No es de extrañar, que en esa misteriosa Edad Media, que algunos todavía presentan como oscura y bárbara, las ciudades se desarrollaran alrededor de las grandes iglesias y catedrales. Sus torres o las agujas de sus torres, eran y continúan siendo, como el farol que porta en sus manos ese enigmático ermitaño de la baraja del Tarot: una luz que nos alumbra, indicándonos en todo momento, ese puerto que ha de impedir que nos perdamos, por mucho que nuestra curiosidad nos lleve a deambular por las calles de alrededor.

La última vez que estuve en esta gran ciudad –quizás por las fotografías y por la pista de saber que fue cuna y capital de la Vieja Castilla, no alberguen dudas acerca de la ciudad de la que hablo- tan extasiado por cuantas maravillas tuve ocasión de presenciar, fue por la seguridad y confianza que me otorgaba perderme a mis anchas por la ciudad, teniendo como faro, fuera cual fuera el rumbo que tomara, sabiendo que siempre que la desorientación llamara a mi puerta, lo único que tenía que hacer era elevar la vista y dejarme llevar por esa metafórica Estrella Polar, que son las agujas de la vieja y magnífica catedral.

Notas, Referencias y Bibliografía:

(1) Cesare Marchi: ‘Grandes pecadores, grandes catedrales’, Editorial Seix Barral, S.A., Primera Edición, Barcelona, Mayo de 1988, página 8.

AVISO: Tanto el texto, como las fotografías que lo acompañan, son de mi exclusiva propiedad intelectual.

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[Martial, latin poet]

Ars vtinam more Animvm qve effingere. Posses pulchrior in ter. Ris nvlla tabella foret.

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