Apolo E. Duclos Sentié, El conejo (Una familia imaginaria 7)

in #spanish6 years ago (edited)

Esteemitas, dejo para la bondad de sus lecturas el séptimo relato de la serie Una familia imaginaria. Pueden encontar los links a los otros relatos en este post, correspondiente a la sexta entrega. Agradecida.


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Apolo E. Duclos Sentié, El Conejo

Apolo nació con labio leporino. Una hendidura irregular le partía el labio superior y daba a su cara el aspecto de una pequeña papa arrugada. Por lo demás, era perfecto, enérgico, muy negro y extraordinariamente bien proporcionado. Los ojos amarillos, herencia de Florentine Sentié, mi tátara, fosforescían en ese rostro extraño, hipnótico para todos los que se congregaban alrededor de la cama donde Florentine yacía agotada de su primer parto.
La abuela Sentié conoció en aquel momento una felicidad cálida, nueva, junto a la sensación de que las cosas comenzaban a ser como debían ser y que su vida empezaba a asentarse en esa tierra que aún sentía ajena (la abuela decía “en este culo de mundo”. Setié, pronunciaba mi padre, recordaba con los ojos demorados, callaba un instante, y se reía, sus dientes alegres, blanquísimos. “La vieja Setié era jodida”, decía. Mucho después comprendí los silencios redondos de mi padre: deshilaba visiones del paraíso).

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Fuente

Por su parte, el marido de Florentine, Dicló, apenas le dedicó atención al aspecto del niño, pues había estado bebiendo con algunos hombres del pueblo desde que Florentine había entrado en trabajo de parto. Para el momento en que le presentaron a la criatura diminuta que era su hijo, Dicló sólo pudo decir en un patois que intentó ser español, que le cabía en una sola mano. La verdad es que Dicló no se llegó a enterar de que su hijo había nacido con una malformación, sino unas semanas después, y porque Florentine se lo mencionó a propósito de los problemas que tenía para darle de mamar. Baste decir que Dicló así como se enteró de ello, manifestó risueñamente que era el niño más feo que había visto en su vida y se dedicó a machacarle a Florentine que había parido un conejo. De manera que Dicló se convirtió en el responsable directo de que Apolo fuera apodado por todos El Conejo, un hábito contra el cual las caras torcidas, las rabietas y los reclamos de Setié, no pudieron. Apolo murió pronto, casi un año después de la devastación del huracán que los dejó a todos en la miseria, que se llevó los cacaotales, mató a los cochinos, desenterró las cosechas de ocumo y exterminó a los peces, murió ese año calamitoso, aciago; murió en la soledad más sola que pueden padecer los niños, porque, Setié nunca lo supo, pero fue llamada por su hijo, quien se hallaba en el desesperado trance de morir. Fue llamada hasta que la voz infantil se atascó en una tos de sangre; se disolvió en una dificultad de aire, en un no ser desamparado de amor hasta que la muerte, dulce en su momento, anuló todo dolor y todo deseo de persistir.

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Fuente

José Calazán

Cuando Apolo murió, tenía siete años y ya se había ganado por sí solo una fama terrible en el pueblo. Tenía habilidades especiales para el pillaje y la cacería, y por ambas actividades, que ejercía con pasión, Florentine tenía que lidiar con los reclamos de los vecinos, las molestias de devolver lo robado y la impotencia de comprender que Apolo era un incordio que no se enderezaba ni con consejos, ni con castigos, ni con las palizas que de vez en cuando le propinaba Dicló. Lo cierto era que a la par de la irritación que causaba, su facilidad para soltar palabras soeces tropezadas por la nasalidad del labio leporino movía a todos a una risa inmediata, llana, que pronto arrastraba al perdón. A todos, menos al viejo José Calazán, el brujo, que vivía con su hermano, brujo también, en un rancho que instalaron en Cerro Seco.
El viejo José Calazán bajaba al pueblo solo cuando era requerido para atender una lesión, curar una enfermedad o una picadura de culebra. Sacar venenos era su arte. Un arte que todos entendían venido de órbitas oscuras, tratos aborrecibles con demonios y espíritus selváticos. Había quienes creían que ningún veneno podía afectar al viejo Calazán. También había quienes creían que no podía morir. Todos en el pueblo guardaban un respeto temeroso por el brujo y evitaban mirarlo a los ojos, y de entre todos, Apolo era el que más le temía. Bastaba que el viejo entrara en la misma habitación para que el niño se deshiciera en meados y se le paralizara la lengua. Pero su temor no tenía un fondo metafísico, más bien provenía de las dolorosas evocaciones de las muchas curas que el anciano había practicado él. Además de los tratamientos en su cara desde que era un bebé, hubo de ser atendido por diferentes emergencias: un hombro dislocado por una caída de una mata de mangos, la remoción de un diente partido, la extracción una canica de la nariz, y la sutura de muchas, muchas rajaduras de cabeza. Dicló solía decir que el cráneo de Apolo estaba hecho de retales de cuero cabelludo.
Pues resulta que un día, cuenta mi padre, el viejo Calazán fue directo a casa de Setié y, en una conversación larga y secreta que Florentine se llevó a la tumba, la convenció para que mandara a Apolo a aprender las curas con yerbas. Fuera porque la conducta de Apolo se iba convirtiendo en un problema serio, fuera porque, como decían en el pueblo, el brujo la hipnotizó, al otro día Apolo subió berreando y a la fuerza al rancho de los Calazán, del cual volvió feliz, en la tarde, cargando una jaula con un zamuro tuerto. Una criatura de los barrancos, salvaje, que miraba a todos torvamente con su único ojo asesino.

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Ilustración de Pavel Galván. Fuente

¡Vea, Setié, vea!

Apolo ya no paró de hablar de los pozos de culebras que tenían los Calazán en el rancho, ni de las iguanas secas que tenían en las paredes, ni de los huesos translúcidos que colgaban en racimos del techo de palma, y ciertamente, poderosa debía ser la magia de los Calazán, pues El Conejo moderó su rapiña y por dos meses Setié se vio casi liberada de las tribulaciones que el hijo traía sobre su casa. Dos meses hasta que Apolo, El Conejo, a quien su propia madre había arropado en su catre la noche anterior, desapareció.
Todos los vecinos, todos; Florentine y Dicló, aquellos a los que Apolo había sometido a tormento y a los que no, hasta los hermanos Calazán batieron los montes, vadearon el río, alumbraron las letrinas, registraron fogones y cisternas. Nada el primer día. Para el segundo, ya nadie podía siquiera fingir optimismo proclamando una pronta aparición, una broma pesada de ese carajito que era como el Diablo. La tristeza dio paso a las preguntas, a teorías cada vez más lúgubres.
Fue el viejo José Calazán quien bajó del cerro con el cuerpo flacuchento y medio comido por las hormigas. Fue José Calazán quien le quitó a Setié el cuchillo que sostenía con mano floja, quien apaciguó las amenazas de muerte qué Florentine le lanzaba al viejo mil veces maldito, hermano del demonio; con una voz enronquecida de tanto llorar y ya sin fuerzas por el dolor. Fue el viejo Calazán quien cerró blandamente los ojos de Apolo, le limpió las pajas de la cara con su propio pañuelo. Fue el viejo Calazán quién habló con la gente que llenaba el rancho de Florentine, quien explicó que había encontrado al niño en el pozo de las serpientes. En ese pozo profundo de cuyo peligro muchas veces había advertido a Apolo. Fue el viejo Calazán quien notó a Dicló en el rincón, paralizado en el borde de la demencia, con las pupilas huídas del centro de los ojos secos, sordo, ciego para todo lo que no fuera sufrimiento.


Fuente

Fue el viejo Calazán quién trajo de vuelta a Florentine de la embriaguez homicida, quién la exhortó: “Vea, Setié, vea”. Y Florentine vio. Y lo que vio, dice mi padre, fue esto: nada. Vio a un viejo avergonzado, dolorido. Vio a un viejo arrugado, con los dientes amarillos y las manos temblorosas. Vio a un viejo con las piernas flacas vacilantes. Vio un rostro enjuto, apretado. Vio una piel picada de viruelas. Vio unos ojitos negrísimos. Vio una historia larga de hambre, enfermedad y soledad. Vio una voluntad. Luego dejó de ver.
Lloró. Lloró hasta que no le quedaron lágrimas. Y cuando ya no pudo llorar le cantó a su niño y siguió cantando durante el lavatorio, durante el entierro. Le prometía pajaritos, chocolates y coquitos, una carreta, un perrito.
Se emborrachó.
Dejó que Dicló se ahogara dentro de sí mismo.
Desde ese día, siempre que se tropezó con el viejo José Calazán le pidió la bendición como si fuera su padre o un santo.

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Sort:  

Tu forma de narrar es mágica, muy bien concebida y lograda. Me encanta el universo de la historia, los personajes, sus nombres, incluso me hace imaginar una cultura y tiempo específicos. Que genial como usas cada recurso literario y sumas belleza a tu prosa.

Felicidades, gracias por compartir. Saludos y buenas vibras para ti.

FL

Gracias por tu lectura y comentario, @fernando.lubezki. Para un escritor es muy valioso conocer los detalles de lectura, también te agradezco por eso. Y pasé por tu blog y leí tu relato Metáforas de la Mar, también debo agradecerte por eso.
Bienvenido siempre.

Es uno de los cuentos mejor escritos que he encontrado en la plataforma. Tal vez el mejor, @adncabrera.
Felicitaciones.

Gracias, amado @rjguerra. Atesoraré estas palabras con absoluta conciencia del valor que tienen.

¡Excelente, @adncabrera! Destaca, para mí, como uno de los mejores de la saga familiar imaginaria. Aquí por supuesto Apolo atrae mucho la atención como personaje, pero, sobre todo, el brujo José Calazán. Muy llamativo personaje, por el enigma que encierra. La situación misma de la desaparición y muerte de Apolo es una parte maravillosa, aunque muy triste, obviamente. Me gusta el ritmo del lenguaje, en especial en sus últimos párrafos.

Querido @josemalavem, como siempre, tu lectura eleva mis textos y me hace sentir que vale la pena continuar. Un abrazo.

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