Para todos los amantes del Universo Tolkien, de Juego de Tronos o de esas gloriosas caballerías que hicieron de la Edad Media un mundo de fantasía, de gloriosas epopeyas e inconmensurables hazañas, con espeluznantes combates y complejos códigos de honor, Toledo, esa melancólica capital de imperios olvidados, es un pequeño paraíso.

No en vano, su acero, forjado en los milenarios secretos de las fraguas cristianas, musulmanas y judías –las Tres Culturas del Libro- ha tenido siempre fama de excepcional calidad.

Pero frente al anonimato de guerreros que lucen orgullosamente en sus armaduras las cruces del Temple, del Hospital de San Juan de Jerusalén, de Calatrava o el puñal crucífero de Santiago, sólo una figura destaca con soberana gallardía, marcando no sólo la diferencia, sino el interés de los cientos, miles, quizás de turistas, que año tras año recorren las callejas aledañas a la emblemática Plaza de Zocodover y se paran entusiasmados a contemplar los escaparates de unas tiendas, que después de todo e incluso introduciendo nuevos temas, continúan siendo fieles a la más sólida Tradición.

Por tal motivo, ¿creen ustedes, amigos, que sería exagerado decir, sin ningún tipo de pudor ni pelos en la lengua, que nuestro inmortal caballero, Don Quijote de la Mancha es también el rey indiscutible de la caballería andante toledana?.

AVISO: Tanto el texto, como las fotografías que lo acompañan, son de mi exclusiva propiedad intelectual.