Refiere, una de las tradiciones más antiguas, que San Juan Bautista llegó a pisar este lugar, dejando sus huellas, además, en otros tres puntos de la costa vizcaína: en el centro de Bermeo, en el alto de Burgoa y en un caserío de Ermua.

Dice también otra tradición, nacida en el alba de aquéllos primeros tiempos de cristianización del lugar, que cuando se llega hasta la puerta de la ermita –que generalmente, suele estar cerrada- hay que tocar tres veces la campana y pedir un deseo, una vez que su sonido, ha alejado cualquier espíritu maligno –añado yo, ‘de la antigua religión’- que anduviera por allí descarriado.

Incluso se dice, se cuenta y se rumorea, que los pescadores de la costa de Bermeo, tienen la costumbre de realizar varios giros a babor y a estribor –yo supongo, que algo parecida a esa peligrosa maniobra de cambio brusco de rumbo, que realizan los submarinos soviéticos, conocida como ‘loco Iván’ por los norteamericanos, según se refiere en la película ‘A la caza del Octubre Rojo’- para que el Santo, no sólo les proteja y les otorgue su bendición, sino también para que sus capturas sean lo suficientemente generosas, como para tener una justa compensación a su sufrido trabajo, y sobre todo, un venturoso retorno a puerto y por defecto, al hogar.

En tiempos actuales, no miento ni tampoco exagero, si afirmo que San Juan de Gaztelugatxe es foco de otro tipo de culto, más volátil y mundano, pues habiendo sido uno de los espectaculares escenarios de la serie ‘Juego de Tronos’, los apasionados seguidores de la misma lo veneran con auténtica devoción. Pero me perdonarán, si llegados a este punto afirmo y también me reafirmo, de que yo, como el impenitente, transgresor, advenedizo y solitario Childe Harold, el héroe byroniano por excelencia (1), prefiero pecar de prepotencia intuitiva y dejarme llevar por mis propias impresiones, seducido, qué duda cabe, por un lugar que atrae con la misma misteriosa pasión y no menos magnetismo, que el canto de una sirena atraía irremisiblemente hacia las rocas a los navegantes de la Antigüedad.

De tal manera, que disfrutando de una atrevida ensoñación –y táchenme, si tal es su deseo, de soñador, fantasioso o embaucador, que haré de sus críticas un manto de invisibilidad como el que los dioses le regalaron a Perseo- imagino unos tiempos pretéritos, en los que en su cima, inconmensurables dólmenes miraban impasibles hacia el horizonte como faros; o mejor aún, como esas singulares ‘linternas de los muertos’, que se localizan en muchas iglesias del Camino de Santiago, cuya utilidad aparente, no sólo servía para orientar al peregrino en las noches sin luna o en los días de tormenta, sino que también, simbólica y espiritualmente hablando, orientaban hacia las estrellas las almas de los difuntos.

Imagino, además –sobre todo, porque soy un acérrimo defensor de aquél dicho bellamente certero como las flechas de Guillermo Tell, que otorga el poder a la imaginación- que su antigua denominación de ‘Castillo Peligroso’, puede referirse, además de alguna fortificación precristiana que hubiera existido antaño en el lugar, a esa fuente de la inspiración a la que muy bien podían haber acudido los juglares templario-cistercienses que utilizaban este tipo de lugares y denominaciones, donde los caballeros debían de superar difíciles pruebas, como parte de los espinosos senderos de la búsqueda del Santo Grial.

Porque, ¿acaso sería pecar de fantasioso también pensar que esa cabeza cortada de San Juan Bautista, servida en bandeja por mediación de la voluble Salomé, no podía tener algún sentido, en el fondo, con aquéllas otras bandejas a las que los juglares provenzales aplicaban los nombres de ‘gradal’, ‘gradale’ y ‘grial’?. ¿Y no es menos cierto, que dentro de los ciclos narrativos de las aventuras del Grial, las referencias celtas son abundantes y éstos, continuando con el hilo de la pregunta, solían colocar las cabezas de sus enemigos en los dinteles de las puertas de sus casas, además de situar en ellas el lugar continente del alma?.

Todos pueden ver, esculpida en piedra, la cabeza de San Juan Bautista, situada por encima del pórtico de entrada. Tal vez después de todo, sólo sea ‘casualidad’, pensar que se tengan que ascender 241 escalones para llegar a la ermita, cifra, por cierto, que sumando sus dígitos, nos da el número mágico por excelencia, el Siete.

En fin, tal vez tengan ustedes razón, mis estimados amigos y en el fondo, mis intenciones no sean otras que el de tratar de embaucarles; pero al menos, habrán de reconocer, que una cosa está clara: el lugar inspira y desde luego, su visita, ya les aseguro, no les dejará indiferentes.

Por cierto, no quisiera terminar este artículo, sin poner en práctica esa sagrada regla de los buenos modales y expresar en público mi gratitud a Ángel y a Txatxy: sin su inestimable atención, posiblemente la visita de este vagamundos a San Juan de Gaztelugatxe se hubiera tenido que posponer en el tiempo. Gracias de todo corazón. Nunca os estaré lo bastante agradecido.

Notas, Referencias y Bibliografía:

• Lord Byron: ‘Las peregrinaciones de Childe Harold’.

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