La derrota de Darwin (primera parte)

in #spanish6 years ago

   No hace muchos años trabajé con reconocidos científicos sociales en una desaparecida comisión presidencial. Mi presencia en ese selecto grupo era tan extraña como cuando, aún estudiante de Letras, formé parte de la selección de fútbol de la Universidad Central de Venezuela. No es difícil imaginar que en aquella comisión estaba destinado a tareas subalternas, por más que buena parte de sus publicaciones dependieran de mi afán de corregirlas y mejorarlas. ¿Cómo podía un lector de Villon y Conrad, que ocasionalmente publicaba poemas y artículos en revistas y periódicos, dar opiniones pertinentes donde se planteaban “reformas sustanciales para el país”? Aparte de eso, no ocultaba la inconveniente costumbre de ejercer la discrepancia en cuanto al lenguaje estereotipado y altisonante de la generalidad de la prosa y oratoria política, económica y sociológica que allí se practicaba.  

La relación de este episodio autobiográfico viene al caso para resaltar prejuicios e hipocresías que poca gente quiere ver. Y no sé hasta qué punto los mismos artistas se complacen en ser vistos como especie rara, como personas dignas de ser premiadas y condecoradas, pero sin ninguna importancia, salvo para ornar conversas, en la formación intelectual y espiritual de los seres humanos. Tampoco deja de ser contradictorio que sean los científicos sociales, en su mayoría, quienes más subestiman el sentido poético, por ejemplo, y quienes más se vuelven contra las artes cuando se trata de encontrar el perfil de la sociedad. En un mundo gobernado por la economía (o más bien, por teorías económicas) y los políticos como acólitos, ya no sorprende que las artes visuales estén incorporadas al mercado y los escritores propendan a la diplomacia. Sin embargo, a un ciudadano del Tercer Mundo, de un país devastado por los políticos y sometido a rígidos y foráneos esquemas de dominación, se le ocurre no demostrar, porque las demostraciones pertenecen a la ciencia, sino afirmar que la poesía o el sentido poético, como saber y sentir plenos, es también conocimiento. No pretendo emparejar realidades en apariencia tan disímiles como el Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz y las cada vez más precisas observaciones del telescopio espacial Hubble; lo digo porque nuestra época, fascinada por sus maravillas técnicas, día a día confirma su quiebra espiritual.  

  

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Los síntomas de un divorcio    

No es mi propósito historiar la escisión que hoy padecemos y menos aún buscar su origen y registrar sus etapas minuciosamente. Cuando mucho quiero compartir inquietudes y comentar opiniones que me ha deparado la lectura.  

Nada menos que Charles Darwin demostró las consecuencias y la tragedia humana de tener un intelecto alienado, puramente científico. Escribió en su autobiografía que hasta los trece años gozó intensamente de la música, la poesía y la pintura; pero después, durante muchos años, perdió el gusto totalmente por estos intereses: “Mi cerebro parece haberse convertido en una especie de máquina de deducir leyes generales a partir de grandes conjuntos de hechos... La pérdida de estos gustos es una pérdida de la felicidad, y posiblemente puede ser dañosa para el intelecto, y más probablemente para la moral, pues debilita la parte emocional de nuestra naturaleza”. (Erich Fromm, Tener o ser)  

Y añade Erich Fromm: el proceso que Darwin describe aquí ha continuado desde su época a un ritmo rápido; la separación de la razón y los sentimientos es casi completa. A tal punto, podemos decir, se ha dado esa separación que se han difundido expresiones como “sensibilidad social” o “procesos de sensibilización”, las cuales vienen a ratificar nuestro vacío y a suplirlo por discursos al estilo de lo designado popularmente como “hablar de la boca para afuera”. Nos quedamos en las palabras para, apenas, esbozar lo ya perdido en el corazón; por eso, si en el Plan de Estudios de una carrera científica o técnica se incluyen charlas de literatura o cualquiera de las artes, son vistas con desdén, cuando no con burla. Es de esperarse: ¿quién en el curso de nuestros estudios o en nuestra vida familiar nos insinúa que Correspondencias de Baudelaire puede revelarnos otra manera de ver y comprender? ¿Son sólo producto del esoterismo los Versos dorados de Nerval y no, por ejemplo, la apuntación de realidades que la ciencia ahora comienza a reconocer?  

Sin embargo, lo que Darwin confesó como su propia tragedia y es síntoma general en nuestra época, ha encontrado un ligero contrapeso cuando gran parte de los principales investigadores en la mayoría de las ciencias más revolucionarias y exigentes (por ejemplo, la física teórica) se hayan sentido profundamente preocupados por las cuestiones filosóficas y espirituales. Me refiero a hombres como A. Einstein, N. Bohr, L. Szillard, W. Heisenberg y E. Schröndiger. Y a esta lista de Erich Fromm, cabe agregar científicos, aunque con perspectivas muy diferentes entre sí, como Fritjof Capra y Stephen Hawking.  

Lo demás es un vacío escandaloso y una continua presunción. Y si acaso esto parece exagerado, hurguemos un poco en nuestras escuelas y universidades.       

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Ya Rimbaud lo había dicho    

En pleno “estupor positivista” Rimbaud avizora que el fervor por la ciencia crecerá. “Nada de vanidad, adelante la ciencia” grita el Eclesiastés moderno, es decir, todo el mundo. ¡Ah!, la ciencia no va bastante rápido para nosotros. Desde entonces esa velocidad y esa desazón han aumentado; pocos se permiten la duda: la mayoría o padece o se mantiene boquiabierta por los prodigios de la técnica, insaciable hermana de la ciencia. Ya al principio de este siglo va quedando un solo credo, el delirio tecnocrático: el espíritu se alivia con sucedáneos religiosos y la perenne invitación al placer.  

Tal vez hoy sea plenamente cierta la afirmación de un médico que cita Kandinsky en De lo espiritual en el arte: “He efectuado la autopsia de muchos cadáveres, no he encontrado nunca un alma”.  

¿No es por el interés o la ganancia que se emprenden la mayoría de las causas en este mundo, sean buenas o malas? Abundan las iglesias, las sectas, los credos redentores; pero el espíritu brilla por su ausencia: en vez del asombro (principio de toda filosofía, según Sócrates; y podríamos añadir que de toda ciencia, religión y arte) encontramos autosuficiencia, manipulación y jerarquías arbitrarias. La economía es el gran ídolo y nada parecida a indispensable colaboradora para una sociedad que aspira a la sensatez y al equilibrio. La política ocupa la atención de temerosos ciudadanos carentes de todo sentido de comunidad, excepto si sus intereses muy personales son vulnerados. Nunca antes había sido el ego indiscutible protagonista de la cotidianidad humana y nunca antes había sido tan exaltado, gracias a los omnipresentes medios de comunicación, y nunca antes había sido la inanidad tan buena materia prima para cualquier negocio. Reconozcámoslo, así de simple: es éste el mundo que nos merecemos. ¿Acaso hemos procurado realizar cambios más allá de nuestras convulsas y festivas apariencias? Alguna vez escuché a unos jóvenes escritores asegurar que a la gente de letras, en cualquier lugar del planeta, le cuesta tragar su resentimiento por la actual preponderancia de gente del espectáculo y deportistas. De tal modo, en general, se comportan algunas inteligencias: en sus escritos, las palabras espíritu, alma y corazón sólo refieren a un diccionario de arcaísmos.  

Nos encontramos con un síntoma evidente de nuestros días; escasamente comentado en las revistas humanísticas: la casi total rendición de los artistas a las fuerzas del poder comunicacional globalizado y uniformante. Las escasas y benevolentes campañas que pregonan la diversidad de razas y culturas, apenas respiran entre los arrolladores artificios de la publicidad, la televisión, la cinematografía y las disposiciones políticas de los poderes angloamericanos y angloamericanizados. Para tales poderes, con su ciencia y su técnica desaforadas, cualquier disidencia intelectual, cualquier empuje del corazón, es sólo un graznido salvaje sobre los tejados del mundo.  

El mundo estridente que nos ha tocado, la época de la humanidad superinformada pero exangüe, tal vez necesite poetas que no jueguen a su exclusividad, a su reclamado endiosamiento y menos aún que tengan fe en el veneno. Por los momentos las artes ostentan (quisiera estar equivocado), al menos en sus representaciones más conocidas y apreciadas, una sumisión al parecer general y poca fuerza de rebelión e ironía. No es casual que muchos museos y librerías ofrecen aires de supermercado.  

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Nota: este artículo fue publicado por primera vez en http://ficcionbreve.org/la-derrota-de-darwin-por-mario-amengual/

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