Estuvo recorriendo la biblioteca. Ella sospechaba su presencia, pero no podía estar segura. Escondida detrás de las enciclopedias, la observaba con el ojo que le quedaba. Ella escribía; trabajaba en su novela. Pronto estuvo absorta y la otra pudo desplazarse fuera del reflejo cristalino, por los escondrijos.

Una vez fuera, sopló en el espejo. Le divirtió ver la nube de aliento empañar el vidrio frío. Una vez fuera, algunas cosas comenzaban a cambiar en su fisionomía; el cambio era lento y sutil. El iris verde quedó consumido por las pupilas que todo lo abarcaban y ansiaban. Cuánto ansiaba este mundo; sus texturas, sus olores, sus ruidos.

Ella bostezaba cada vez con más frecuencia. La otra aguardaba por el giro del pomo de la puerta; él llegaría en cualquier momento y le diría que ya era hora de ir a la cama.

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En la casa silenciosa y amplia, las cosas, los muebles, habían sobrevivido más generaciones de las que habían logrado precisar. Entre sus habitantes más antiguos estaban los espejos traídos por un tal Sr. Alfonso en fecha desconocida.

Apenas encendió la luz, se pudo ver su figura esbelta y diminuta aparecer y desaparecer en su tránsito frente al espejo más viejo de la casa. Permanecía en la misma habitación del fondo, que había estado cerrada hasta hacía apenas un año; la estancia oculta, sellada al menos por dos siglos, había quedado a salvo de las restauraciones que habían transformado el ala oeste de la mansión en una residencia que luchaba contra la modernidad desde sus pisos pintados a mano, sus columnas talladas y su herencia de muebles finos y antiquísimos.

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Ahora, la otra Emilia aguardaba por otra de esas noches. Y en la mañana, él se extrañaría una vez más de encontrarla dormida en la biblioteca.