La mañana había comenzado con el vapor de todos los días. Un olor a comida ácida, a rancio, de animal putrefacto, invadía el ambiente. El aire contaminado era de un gris que se pegaba al rostro y a las pocas vestimentas que llevaban las personas. Los colores habían desaparecido de las ropas, también del paisaje. Un gris denso y oscuro era la única tonalidad sobresaliente en aquel espacio arrasado.

Las personas famélicas y amarillas iban rascándose la piel del rostro, el cuerpo, sintiendo que las erupciones antiguas y nuevas, producto de la contaminación, ya eran parte de ellos. No sabían cuándo la sarna, las llagas, aquel olor y líquido espeso habían empezado a ser parte de ellos; tal vez fue cuando dejaron de bañarse porque el agua ya no existía, o porque empezaron a comer y dormir en las calles con los animales, o por aquel olor extraño y nauseabundo que se expandía por todo el país sin barreras.

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Los que pasaban dejaban ecos en el aire, un murmullo que se propagaba entre las piedras, que decían que en la en la zona sur no quedaba nadie, tampoco en toda la tierra que antes era frontera; solo quedaban vivos los del centro y los del norte, a estos el mar los aterrorizaba. Sin embargo, más de uno prefirió ser engullido por aquel monstruo salado, que quedarse en aquella tierra que les quitaba el alma y los volvía fantasma en vida. Decían que los habían visto tirarse y ver cómo el mar salado les limpiaba la piel leprosa y llagada, que al principio gritaban aterrorizados al sentir las fauces de aquel dragón de agua arrastrarlos mar adentro, pero que después sonreían, como reconciliados, como si con la muerte comenzaran a vivir de nuevo.

La vida diaria era una guerra. La mayoría de los que habían quedado habían aprendido a arrastrarse, se les había enseñado cómo hacerlo al comienzo, después todos nacieron reptiles, gusanos. Vagaban entre la inmundicia, peleándose por restos de cualquier cosa que pudieran llevarse a la boca. Igual no hacían diferencia entre las carnes, tampoco entre las plantas, los líquidos. Sería tonto imaginar que cocinaban los alimentos, se lo llevaban a la boca crudos, casi descompuestos, con un hambre de muchos años y como solo lo hacen los hombres huérfanos.

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Todo el país estaba lleno de escombros: carros destartalados, descompuestos en mitad de las calles, casas destruidas sin ventanas ni puertas. Al principio, cuando todo comenzó, nadie pensó que llegarían a eso, por lo que nadie se preocupó cuando las casas dejaron de pintarse, cuando se empezaron a caer los paredones, cuando los carros empezaron a fallar porque no se les conseguían algunas piezas. Nadie dijo nada cuando el camión de la basura dejó de pasar por las calles y toda la inmundicia se acumuló en las aceras, cuando los cables del internet y de la electricidad se los robaron y más nunca lo repusieron. Todo se fue quedando, acumulando, llenándose de desechos, todos guardaron silencio. Y es que algunas veces se guarda silencio por protección, no por indiferencia.

No era raro que las personas se refugiaran entre los escombros y los armazones de los carros varados en las calles; se habían acostumbrado a vivir a la intemperie, porque era la forma de encontrar comida fresca más rápido. Así que no dormían, pernotaban en grandes colas que se hacían para cuando llegaran los del gobierno. Estos les tiraban granos de arroz y frijoles, y todos corrían a recoger los granos alegres, alborotados, risueños. Con sus bocas desdentadas y sus cuatro pelos, con sus perros sarnosos, se guarecían en las ruinas, hambrientos.

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Del comienzo habían pasado muchos años. Ya casi nadie recordaba esa época. O por lo menos no los que se habían quedado. Según un día un hombre pasó y dejó un mensaje en el aire, era esta la única forma de hablar y no ser aprisionado, desaparecido. El mensaje decía que había personas de ese país que caminaban rectas, erguidas, que hablaban sin temor, pero que ya estaban muy lejos, lejos de allí. Las personas no lo creían, debían ser fantasías, sueños. También, alguien se atrevió a decir, que los que gobernaban aquel país, hacían fiesta sobre las personas muertas, que eran gordos, rollizos, que morían de colesterol, que comían grandes manjares y bebían licores con muchos años: Glen Grant de 10 años, Ballantine’s de 17 años, Johnnie Walker Black Label de 12 años.

Después de aquel rumor, las personas recuerdan que las calles se llenaron de encapuchados y pusieron sonidos por todas las avenidas y las aceras. Era un sonido permanente, agudo, hipnotizador: Nuestro Presidente es el corazón del pueblo; Nuestro Presidente somos todos; Tú eres el presidente. Y el presidente hablaba, reía, cantaba, por los parlantes; y los que reptaban buscando para comer, también reían y cantaban, y sentían que el presidente estaba allí con ellos. Después de ese día, ya más nadie supo del hombre que se atrevió a echar ese mensaje al viento. Algunos dijeron que se tiró al mar, otros simplemente guardaron silencio, y es que algunos guardan silencio no porque quieren, sino porque sienten miedo.

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Esa mañana había amanecido como siempre, ya nadie llevaba la cuenta. ¿Habían pasado 50 o 100 años? El olor a sangre era permanente, también a animal muerto. Las pocas personas que quedaban estaban vacías por dentro. Así que esa mañana cuando escucharon el rumor de que aquel era el día de la salvación, que vendrían tiempos nuevos, nadie dijo ni hizo nada, solo miraron al cielo. Con los hombros cansados y la mirada perdida pensaron: ¿Desde cuándo venían escuchando esto?

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CUALQUIER PARECIDO A LA REALIDAD, ES PURA COINCIDENCIA. HASTA UNA PRÓXIMA LECTURA, AMIGOS