Génesis solipsista

Vio lo que había hecho y lo juzgó digno de sí mismo.

No obstante, aquella sensación opresiva que operaba en lo recóndito de su ser persistía. Todo intento por que mermara había sido infructuoso. La claridad oponiendo las tinieblas, el devenir para engaño del eterno pasivo, el orden obliterando al caos... Todas habían sido grandiosas ideas, pero no ayudaron a mitigar aquel dolor. Aunque sí lograron materializarlo: salobres profundidades fueron eco del llanto hondo y triste que brotó de su inconmensurable angustia.

Vuelto sobre sí mismo, se dio a contemplar ese mar. No veía en sus aguas ya las lágrimas de su pasión, sino un manantial ajeno a su influencia. Soñaba y su sueño lo reconfortaba. Asistía en él a prodigios que la vigilia no hubiera aventurado. El arrullo del oleaje, acompasado y consecuente, simulaba un latido que fue dando entidad a diversidad de movimientos crecientes en sutileza y complejidad. En ellos el durmiente creyó diluir su aflicción. Entonces se atrevió a más: los soñó fecundos y se multiplicaron, los soñó libres y se propagaron.

Pero el sueño, como todo engaño, no perdura. Al despertar lo embargó la nostalgia. Su circunstancia le sabía a encierro y deseó su sueño como un bálsamo liberador. Quizás por eso descubrió en su interior a los seres soñados y, entre ellos, a la raza homínida. Sopló sobre ella una vez y pudo sentir que su consciencia se desprendía y dispersaba, sopló una vez más y creyó enloquecer, logró todavía soplar una última vez y en el estertor final pronunció un nombre.