A la corta edad de 8 años Stephen Morris ya había experimentado toda clase de tratamientos. Desde métodos poco ortodoxos, convencionales, intervenciones religiosas y medicina natural, nada había dado resultado

En su afán por curar lo que parecía ser un extraño caso de psicosis infantil, su madre lo había llevado a cientos de especialistas, brujos y hasta sacerdotes, pero el niño no mostraba mejoría alguna.

La primera vez que lo vi jamás pasó por mi mente que ese pequeño niño pudiera tener alguna enfermedad mental. No fue sino cuando el Doctor Owen me entregó su expediente cuando comprendí la magnitud del problema ante el que me hallaba.

Este era mi último año como residente y me habían asignado al departamento de psiquiatría. Aunque mi trabajo no era más que de asistente temporal y archivador de historias clínicas, podía darme por enterado de todos los procedimientos que se realizaban con cada paciente.

El caso de Stephen me atraía particularmente, por lo que desde su ingreso al hospital me permití estudiarlo a fondo, razón por la cual les comparto cada detalle.

En apariencia Stephen no era más que un chico común, gozaba de una morfología atlética, propia de un niño de su edad, su tez extremadamente blanca contrastaba con el verde intenso de sus ojos y le hacía parecer más pálido de lo normal. En cuanto a sus demás rasgos, destacaba su cabello rubio brillante que le daba un toque angelical y su mirada penetrante que hacía crispar a más de uno.

El niño había sido internado luego de su última crisis psicótica, tras haber agredido a su vecino, un niño de 6 años, alegando que este quería hacerle daño. De modo que, sintiéndose desesperado y amenazado lo había golpeado con un bate de béisbol en la cabeza, hasta dejarlo inconsciente.

Esta no era la primera vez que Stephen exhibía esa clase de comportamiento agresivo y desorganizado. Ya en otras ocasiones había cometido actos similares con niños de su escuela e incluso con su propia madre, quién ya no podía dormir tranquila durante las noches ante la presencia de Stephen.

Cuando el Doctor Owen lo interrogaba en relación a esos sucesos, este parecía no recordar nada. Manifestaba que en ocasiones no se sentía como él mismo, mientras que en otros casos sólo se dejaba guiar por lo que las voces le decían.

Por su parte, sus cambios de humor eran repentinos y muy explosivos. En algunas oportunidades se mostraba dócil y encantador, mientras que en otras prefería estar solo y no le dirigía la palabra a nadie por días.

En el tiempo que llevaba en el hospital, el Doctor Owen lo había tratado con antipsicóticos, ansiolíticos, terapia conductual, empleado técnicas psicoanalíticas e incluso recurrido al electroshock, pero Stephen no manifestaba mejorías notables, por el contrario, sus síntomas parecían agravarse cada vez más.

Por lo que en una medida desesperada y como última opción, la madre había considerado realizarle una lobotomía cerebral. Un procedimiento que sin duda, además de peligroso, era visto con malos ojos por la comunidad médica y científica.

Sin embargo, sin importarle el juicio moral, el Doctor Owen había contactado con Oliver Johnson, un hombre que sin ningún tipo de conocimiento médico había ideado un método efectivo para la cura de la psicosis y otras enfermedades mentales.

La lobotomía parecía ser entonces el único recurso disponible para Stephen. Y contradiciendo todo código de ética, Johnson sometió al pequeño niño a un ortodoxo y salvaje tratamiento.

Usando lo que denominaba “El pica hielo” insertó una puntiaguda y filosa aguja en el lacrimal del niño, perforando el conducto y llegando hasta los fascículos nerviosos del lóbulo pre-frontal para cortar la conexión con el resto del cerebro y por ende, eliminar los síntomas de la psicosis.

De acuerdo a los supuestos de Johnson, el método era totalmente efectivo y el procedimiento había sido un éxito.

Durante las semanas siguientes el niño no presentó ningún síntoma, por lo que dieron por terminado el tratamiento. Sin embargo, con el paso del tiempo pude notar como la conducta del niño había cambiado drásticamente, su desarrollo se había detenido, el habla estaba retrocediendo gradualmente y su socialización había desaparecido por completo.

Stephen ya no manifestaba emociones, ni podía expresarse como un niño de su edad. Padecía de fuertes y constantes jaquecas y se comportaba como un monigote. Era como si le hubieran dejado sin cerebro y lo hubiesen desconectado del mundo. Stephen carecía totalmente de personalidad y mostraba comportamientos extraños, similares a los expuestos bajo un encantamiento o esa clase de manifestaciones mágico religiosas.

Owen y Johnson jamás se responsabilizaron por lo sucedido y finalmente el niño murió tras un accidente con una enfermera.

Hoy ha llegado un nuevo paciente, 246. Ya he guardado su expediente en el archivador.