La biblioteca / Cuento (8 de 14)

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Estas idas y venidas por las aguas del golfo no representaron mayor problema durante el primer año de la guerra, como no fuese la dificultad impuesta por las mismas aguas encrespadas de la Boca de Dragón. Las autoridades, tanto civiles como militares, eran de lealtades volátiles, pero se habían hecho aficionadas al dinero que depositaba en sus manos Sebastián, y que le proporcionaba cierto tipo de invisibilidad. Hasta que una vez, luego de una estancia de varios días en una de sus haciendas, de vuelta hacia su barco que lo esperaba en la rada del puerto, al mando de una pequeña pero bien surtida tropa de carromatos cargados de cacao, se encontró con la nave tomada por oficiales y soldados patriotas y una goleta armada de cañones bloqueando la salida del puerto. Sin mostrar el temor que atenazaba su corazón, dio órdenes de continuar la marcha, mientras él regresaba a la hacienda a lomos de su mula. Esta se encontraba a unas dos horas de viaje. Pensaba aguardar allí hasta que la situación se aclarara. Debe entender su posición: era un notorio enemigo de la república, aunque no hubiera levantado armas contra ella, y a pesar de que sobre él no pesaba ninguna sentencia judicial ni nada que se le pareciera, bastaba con el resentimiento de un oficial para que terminara con sus huesos en una cárcel o como alimento de los peces del golfo. Dejaría pasar unos días, pensó, y luego enviaría a un emisario a hablar con el comandante Ramírez, jefe del puerto y gran amigo suyo. Con suerte, recuperaría su barco; de la carga mejor no preocuparse. Imagínese su sorpresa cuando advirtió alrededor de la hacienda el movimiento de tropas en actitud nada amistosa. Escondido entre los arbustos de una loma, a la vera del camino, pudo observar cómo el mismo Ramírez daba órdenes y tomaba posesión de su hacienda. Ahora no tenía nada. O, mejor dicho, todo lo que tenía estaba más allá de las aguas, en una isla que nunca le había parecido tan afortunada como en ese momento por haberse librado de la desgracia de la guerra. No podía regresar al puerto, y permanecer cerca de la casa era arriesgado. Así que sin haber tomado aún ninguna decisión bien meditada, comenzó a internarse por un estrecho camino que lo apartaba de aquellas regiones, mientras mentalmente iba repasando lo que constituía su equipaje: dos pistolas y pocas municiones y pólvora, un cuchillo inglés, algo de ropa y comida para varios días. La intención que cobraba forma en él era la de mantenerse oculto por unos pocos días, y luego buscar la forma de abandonar tierra firme. La mula seguía por su propio impulso el estrecho camino; a veces se detenía a mordisquear una rama; él la espoleaba cada vez que esto sucedía pero sin prestar verdadera atención a la ruta que seguía. Al final de la tarde divisó un claro algo apartado del sendero y decidió desviarse y detenerse allí. Amarró la bestia de un tronco, comió unos trozos de carne seca y bebió agua. Cuando las últimas luces desaparecieron del cielo, se envolvió en un manto que sacó de sus alforjas y se dispuso a dormir. Lo despertó el sonido de voces y de cascos de caballos sobre la tierra húmeda. El miedo amenazaba desbocar su corazón. Sin incorporarse, envuelto aún en el manto que lo cubriera durante la noche, trató de averiguar de dónde venían los ruidos. Una maldición que llegó con claridad a sus oídos le indicó que estaban a pocos pasos, en el camino que abandonara pocas horas antes. Era un grupo de soldados a pie y uno o dos a caballos, que mi abuelo supuso serían oficiales. Sin atreverse a levantar la cabeza, los veía pasar, con toses, murmullos, arrastrar de botas o alpargatas, con voces apagadas, sombras en la madrugada, espectros surgidos de una batalla imposible.

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Gracias por la visita. Vuelvan cuando quieran.

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