Memorias en la Nada [Novela Original] IV

Aquí la anterior parte

De palabras y dibujos (IV)

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Al despertar se dio cuenta de que se había removido mucho entre las sábanas pues la cama estaba hecha un desastre. Había olvidado en su totalidad el sueño y, para sus adentros, le pareció extraña la situación de hallarse levantándose de un lecho, después de tanto tiempo caminando, dibujando, observando, tocando y oliendo en su pequeña isla. Él, cansado; era absurdo. Además de esta distintiva situación, le parecía que algo faltaba en la estancia, una cosa importantísima, o tal vez algo que, no siendo de forma estricta necesaria, ya empezaba a considerar parte de su cotidianeidad. Entonces recordó a la chica, aparecida de la nada luego de dibujarla tantas veces; casi estuvo seguro de que había sido una alucinación. Pero la casa le negaba la aserción, atacándolo con recuerdos vívidos, olores que se colaban a través de la puerta, remanente de una preponderante actividad en el área de la cocina. Y mientras se convencía de la verdad, oyó un ligero golpe en la ventana, como de algo pequeño chocando contra el vidrio. Se quedó inmóvil, atento; entonces otro golpecito le instó a levantarse, ponerse su calzado, acercarse, retirar las cortinas y asomarse. Afuera se hallaba su mundo, sin ningún cambio; la grama cubriendo la mayoría de la superficie de la isla, las nubes de la inminente lluvia que jamás llegaba, a lo lejos el espejo que se extendía hasta el horizonte y, dado que desde ese punto no le alcanzaba para apreciar el edificio de la biblioteca, el jardín de flores plásticas, tan colorido como inanimado, ondeando por la fuerza del viento.
Abajo, a pocos metros de la casa, se encontraba Melinda, con sus cabellos y vestido sacudidos por el viento, a punto de lanzar una piedrecita. Aristo agitó la mano en señal de saludo y ella respondió con una amplia sonrisa. La chica articuló un par de palabras, acompañadas con un gesto de la mano: «ven abajo». El niño también sonrió, pletórico de emoción. Asumía que a partir de ahora podría enseñarle las flores y el interior de la biblioteca, donde ya debía haberse escrito varios libros más. Fue pensando en ello a medida que recorría el pasillo, bajaba las escaleras, pasaba por la sala de estar, cruzaba la puerta del frente de la casa, atravesaba el pórtico y saltaba por encima de los escalones que precedían al césped. Se dirigió adonde se encontraba la ventana del dormitorio del cual venía, girando en la esquina izquierda de la casa, y casi chocó con Melinda, que llegaba corriendo a su encuentro. Al esquivarse, se dejaron caer boca arriba en el suelo, riendo.

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A continuación, se sentaron y estuvieron mirándose en silencio por un largo momento. Luego, poniéndose de pie a la vez y sin necesidad de decir o hacer algún gesto, se dirigieron al jardín de las flores inanimadas, caminando hombro con hombro. Melinda no pareció sentirse en necesidad de correr en esta ocasión. Para Aristo era un alivio pues algo dentro de sí deseaba que todo transcurriera lo más lento posible; de hecho, parecía como si su espíritu de curiosidad, de niño alborozado, se estuviese convirtiendo en otra cosa. Era una transformación lenta pero muy real, tal vez algo que llamaría la atención de más de un lector; no obstante, dejemos que las cosas fluyan, no nos apresuremos a tratar de entender lo que inevitablemente nos veremos obligados a observar en algún momento del futuro. Por ahora, nos encontramos ante un niño y una muchacha dirigiéndose al jardín de una isla, sitio donde alguien, no se sabe si la divina providencia o el simple azar, ha plantado flores, sí, específicamente las flores, sin las plantas que las producen, a no ser que se considere planta al pequeño tallo que las sostiene, con sus pocas hojas.
—¿Cuál te gusta más? —preguntó Melinda, sentándose a pocos centímetros de la linde del terreno floreado.
—Me gustan todas, sin excepción. No tengo preferencias, no sobre ellas. Siempre me han acompañado —dijo él, aún de pie, junto a ella.
—Pero… —Melinda acercó la mano a una de las flores y frotó con suavidad un pétalo entre el dedo índice y el pulgar, brevemente, antes de agregar—: No son reales.
—Lo sé.
—¿Lo sabes?
—Sí, como lo oyes. —Los labios de Aristo formaron una sonrisa.
—¿Y por qué les tienes tanto aprecio? Son casi lo mismo que las piedras.
—Es lo único que existe aquí. Antes que aparecieras, nada más que yo era diferente.
—¿Sabes cómo se llaman?
—No.
—¿Has pensado en ponerles nombre? Podemos dárselos dependiendo de cómo sean.
—No es necesario. Me conformo con su compañía.
—Mmm.., Entiendo. ¿Qué hay de la biblioteca?
—Pues sólo hay libros.
—In aeternum.
—¿Qué?
—In aeternum, eso dice la placa sobre la puerta.
—Ah, sí, eso.
—¿Qué significa?
—No lo sé.
—¿Me vas a acompañar adentro?
—Sí, es lo que quiero.
—Entonces… —Mientras pronunciaba esta palabra, la muchacha se puso de pie y sostuvo la mano de Aristo; luego terminó—…, vamos.
Emprendieron una nueva aventura, se fueron acercando, en su caminar acompasado, a la estructura de la biblioteca, observando la puerta abierta, con su letrero superior y aquella frase sin descifrar que, como en cualquier ocasión, causaba a Aristo una sensación de familiaridad poco usual. Cuando iban subiendo las escaleras, Melinda recitó la frase con tono jovial y apretó la mano del chico. Pasó un instante y, al no recibir respuesta, volteó a mirarlo con intensidad, cosa que causó rubor en el niño. Él preguntó que qué pasaba y ella recalcó la frase: In aeternum. Aristo repitió lo mismo, con tono inseguro y a la vez desconcertado. Lo que no entendía era que, para la chica, no todo debía guardar un sentido; quizá, y podemos hacernos una idea gracias a que la tenemos presente, para ella la esencia de la vida conservaba menos sentido lógico de lo que él pudiese imaginar. Así, de forma repentina, se permitía soltar la frase del letrero sin razón. Era algo que a cualquiera le resultaría excéntrico.
Al atravesar el umbral, Melinda soltó un «¡Uaaau!» lleno de maravilla y fascinación. Allí estaban las seis máquinas, tecleando, provocando su habitual bulla, y al fondo las estanterías infinitas, iluminadas por las bombillas flotantes, o lo que fueran, porque Aristo jamás había tenido oportunidad de verlas sin la cegadora luz. La muchacha le soltó la mano y se adelantó, dando un giro completo sobre sus pies para observar todo a su alrededor. Y sonreía. Ya podemos estar claros en que las aventuras y descubrimientos de este par tratan, con toda seguridad, de la felicidad y las buenas emociones que ello conlleva. Lo que siguió les causó un mayor encanto; se decidieron por tomar pasillos diferentes, uno contiguo al otro, sabiendo que, como las estanterías eran infinitas, la única forma de volverse a ver sería saltando por encima de estas. Se proponían encontrar nuevas frases, para que así Aristo pudiese obtener ideas para dibujar y, según una sugerencia de la muchacha, tratar de traer nuevas cosas.
Melinda creía que, del mismo modo en que ella apareciera hacía unas horas, Aristo estaría en la capacidad de traer a alguien más. Sí, aunque no cupiera en la mente del niño, según la perspicaz y misteriosa chica, en aquella isla podía vivir otra persona, de características parecidas a las de ellos. Sin embargo, él no alcanzaba a imaginar a esa otra persona, no se hacía ni la más mínima idea de qué rasgos pudiera tener, aparte de la belleza de Melinda y su peculiar apariencia entre desaliñada y bien cuidada. Esas dos formas, ese par de conjunto de rasgos eran, de un modo parecido a la situación de los tres colores primarios, amarillo, azul y rojo (de los cuales no se conoce ni se puede imaginar un cuarto o un quinto que los acompañe), el límite mental para las posibilidades en la pequeña isla flotante, según las capacidades de Aristo.
Volvamos entonces al recorrido, o el correteo. Aristo y Melinda se van gritando palabras a medida que se alejan más y más de la puerta. En un momento, a falta de ideas o quizá debido a que, por motivos ocultos o de complicidad, les resulta gracioso utilizar expresiones cuyos significados desconocen, tomaron la ya muy memorizada frase «In aeternum» como señal de sus posiciones. Transcurrió el tiempo y sus pasos veloces los llevó, por fin, al límite entre las secciones llenas de las estanterías y las vacías, el cual ahora se encontraba unos palmos más al fondo. Sólo el niño lo notó, pues su memoria era muy buena cuando se trataba de eso y, además, porque Melinda entraba por primera vez allí. Anunciada su ubicación, cada uno se propuso elegir el tomo que más les llamara. De entre el montón de volúmenes que se habían acumulado a ambos lados de Aristo, debido quizá a que el azar se había concentrado en esa zona de ese par de estantes, ninguno emanaba la esencia que él solía detectar. Sin embargo, se tomó la molestia de agarrar el primero que se le atravesase pues no le interesaba en realidad lo que pudiese encontrar. Estaba allí para que Melinda conociera lo mismo a lo que ya estaba acostumbrado, para saber su opinión, su punto de vista.

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Empezó a hojear, viendo sin mirar. Más combinaciones de letras que no decían nada, consonantes juntas una tras otra sin ninguna vocal intercalada, en léxicos imposibles de pronunciar; en contraposición, a veces había una larga palabra de vocales, repetidas en ocasiones, en igual sinsentido. Todo fue ignorado por el niño; esperaba, aguzando los oídos, que Melinda exclamara algo, anunciando el hallazgo de una frase coherente. Pero no ocurrió como esperaba, de hecho, sino que se llevó una sorpresa al recibir, justo a su lado, a la misma Melinda, quien saltaba desde arriba del estante que los había separado hasta ese momento. Cayó con movimiento atlético, flexionando las rodillas para amortiguar, de modo que, durante un breve instante, estuvo prácticamente en la posición de cuclillas antes de erguirse y girarse para ver al sorprendido Aristo, con su volumen ignorado. Ella también traía el suyo, lo sostenía refugiado bajo el brazo. Entonces, sacándolo de esa protección, lo abrió y empezó a buscar entre las hojas cercanas a su final, en el supuesto de que fuese un libro legible. Poco después de detenerse a escudriñar una página, dijo:
—He encontrado algo, Aristo. Acércate a ver.
El niño se posicionó a su lado, buscando el mejor ángulo para observar lo que ella quería mostrarle. Los dedos índice y cordial de la chica señalaron una pequeña combinación de dos letras, entre un montón de largas mezcolanzas de mayúsculas y minúsculas; era, como pudo comprobar Aristo, una excepción en ese cúmulo, la letra a, acentuada de forma diacrítica, seguida de la erre. No podía significar nada, y de hecho, así lo consideró el jovencito, quien levantó una ceja con desconcierto. Sin embargo, Melinda estaba convencida de que sí había algo allí y, para demostrarlo, luego de decirle que prestara atención, deslizó los dedos a una zona más baja, casi al borde de la página, para señalar otro conjunto pequeño de letras, esta vez formado por tres. El vocablo era el siguiente: «bol». Así de simple, sin nada más que indicara el porqué de que la linda muchacha pensara que aquello guardaba sentido alguno. Pero, por supuesto, y sabiéndonos en capacidad de unir piezas, al agrupar las dos disposiciones de grafemas, resultan en la palabra «árbol», cosa que Melinda supo al instante pero que, por el contrario, Aristo aún ahora no pudo deducir.
—Árbol —dijo Melinda cuando su acompañante le preguntó qué había allí—. Esa es la palabra. Árbol.
—Pero no se formó, la formaste —replicó él.
—¿Quién dice que no puedo? —dijo ella amistosamente.
—No sé… Es que siempre lo he hecho así.
—¿Qué has hecho siempre así? No entiendo.
—Siempre he buscado palabras y frases, juntas, no separadas.
—Pero, Aristo, ahora tenemos una nueva, y es muy buena. ¿No lo crees?
—Sí, creo que sí.
—Entonces, vamos a la casa. Te ayudaré a dibujarlo.

Continuará...

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