El hombre de las flores. Un cuento (3 de 6)

in #castellano6 years ago



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Al final, a Medina le pareció mejor ir inmediatamente al banco. Fueron en su automóvil. Durante el camino, Piñeira habló poco. Miraba la ciudad con interés, como si la viera por primera vez, alegre como un muchacho a quien sacan de paseo después de un largo encierro. Una extraña timidez embargaba al periodista y le impedía realizar las preguntas que deseaba hacer. Cerca ya del banco, en medio del tráfico lento y el calor, no pudo contenerse más.
–¿La conoció aquí?
–No –contestó con simplicidad–. En mi ciudad. En Oviedo. Trabajaba en un burdel que está a la entrada de la ciudad.

*****

–Está loco –dijo Medina, entrando sin llamar a la oficina del director–. El hombre del hotel: está loco.
–¿Y? ¿Puede pagar?
–Ya pagó –contestó Medina, sacando los billetes de un sobre y dejándolos caer sobre el escritorio de su jefe.
Los poemas de Luis Piñeira aparecieron el domingo, como estaba previsto, ocupando las páginas centrales, desplazando los acostumbrados reportajes sobre salud y enfermedades tomados de las agencias internacionales. Publicados, a Medina le seguían pareciendo tan malos como manuscritos. Románticos y banales, de un sentimentalismo gastado. Recordaban los sonetos pueblerinos que aún aparecían en algunas revistas, sólo que estos tenían, al menos, la gracia de la rima. Lo único destacable de las páginas era el rostro atractivo y moreno de la mujer, que miraba a la cámara con alegría. El lunes, no le sorprendió la llamada agradecida de Piñeira, pero sí que lo invitara a cenar en su hotel. Aceptó guiado por la curiosidad más que por la perspectiva de una cena gratis en un hotel de lujo.
El resto del día se fue en las tareas rutinarias: recabar información sobre los tres asesinatos del fin de semana, un accidente de tránsito que acabó con la vida de un estudiante universitario de veinte años, un escándalo político en ciernes que no pasaría de rumores nunca confirmados. Por lo demás: tratar de dar forma legible a los boletines de prensa emanados de las distintas oficinas gubernamentales.
El restaurante del hotel era como cualquier otro restaurante que Medina había visto; ninguna demostración extravagante de lujo y confort. Eso sí, el aire acondicionado funcionaba en forma adecuada y silenciosa. En las mesas vecinas se sentaban hombres y mujeres bien vestidos, con rostros satisfechos, conscientes de estar allí. Reconoció a tres o cuatro políticos y a un par de industriales. Estos últimos acompañados de sus esposas; los políticos con mujeres jóvenes de aspecto secretarial. Mucha minifalda y escote.
Piñeira levantó sus ojos un poco saltones hacia él, mientras cortaba un trozo de carne. Hay algo bovino en su mirada, algo bovino y algo de pez, pensó Medina, como si no pudiera decidir qué tipo de animal prefiere ser.
–Uno cree que se conoce a sí mismo y no es así –dijo Piñeira, al tiempo que se llevaba el tenedor a la boca–. Tanto estudiar y matarse trabajando y tener una familia, y cuando uno cree que su vida ya está completa, que sólo falta arrear hasta morirse haciendo lo mismo de siempre, sucede algo y te cambia la vida. A mí me pasó que venía de un viaje, en coche; diez horas de carretera o más, ya no me acuerdo. Con ganas de llegar a mi casa, ¿sabes?, eran tal vez las nueve de la noche y quería llegar a casa para tomarme un trago y darme una ducha. Mientras más pensaba más necesidad tenía de ese trago. Y allí, a la entrada de la ciudad, vi el letrero rojo. Veinte minutos más y estaría en mi propia casa, sin zapatos, y comenzando a quedarme dormido con el parloteo de mi mujer, pero ese trago se había hecho demasiado importante y no podía esperar más. Así que me metí al estacionamiento, me bajé del coche y entré. Allí me cambió la vida, si lo prefieres, o más adelante, cuando pude marcharme y no lo hice. No había mucha animación, era temprano. Me dirigí a la barra y pedí una ginebra con agua tónica. Creo que no miré a los lados. La consumí en dos sorbos y pedí otra. Fue entonces cuando me detuve a observar el lugar. No había nada que ver. Lo de siempre: muchas luces rojas, mesas redondas, casi todas vacías, una barra grande y un barman con cara de matón.


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De pronto se sentó a mi lado una mujer espléndida; ojos grandes en una cara hermosa, un cuerpo atractivo y un color de piel que era difícil precisar por las luces, pero que se adivinaba tostado como la canela. Me sonrió y le sonreí, sintiendo una presión en las bolas que hacía tiempo se me había olvidado existiera. Comenzamos a charlar y a tomar. Al poco tiempo nos entendíamos como si nos conociéramos de toda la vida y nos hubiéramos citado allí para recordar los viejos tiempos. La chavala me caía muy bien y mientras más la veía y la escuchaba reír más ganas tenía de tirármela. Esa es la verdad. En algún momento pensé en mi mujer, pero la aparté fácil de mi mente. Yo había estado otras veces con lumis, aunque desde que me casé nunca en mi propia ciudad. Allí mucha gente me conoce y era difícil que no le fueran con el cuento. Y aún así no me costó nada olvidarme de ella. No sé en qué momento comencé a meterle mano. Ya no soportaba más la calentura y le propuse que nos fuéramos a una de las habitaciones. Bueno, todo pasó como debía ser y aún mejor de lo que esperaba. Claro que estaba para comérsela, pero no fue eso lo que me hizo pasar toda la noche con ella, sino, ¿sabes?, que me sentía cómodo con ella. No había premura, ni la sensación de ser exprimido y estafado, sensación que no sólo había experimentado con otras lumis, sino con mujeres de todo tipo y con el tiempo con mi propia esposa. Como si siempre esperaran otra cosa, y como no se la dabas te hacían sentir que eras una mierda que no servía para nada. Con ella no pasaba eso. Todo era suave, y también bastante salvaje; no sé si me entiendes.


Gracias por la visita. Vuelvan cuando quieran.





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Sé, por lecturas previas, que tu cuento, @rjguerra, es una pieza maestra. Está parte de la trama me gusta muchísimo.

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