El mar invisible. Un cuento (2 de 4)

in #castellano6 years ago (edited)

Estimados amigos, dejo para su lectura la segunda parte de mi relato "El mar invisible".



No nos sorprendió, entonces, verlo entrar en el bar del hotel, detenerse un momento en el umbral de la puerta como para que nos acostumbráramos a su presencia ―pero ya lo estábamos sin saberlo nosotros mismos―, o tal vez sólo mientras sus ojos se adaptaban a la semipenumbra del interior, y dirigirse a la barra para pedir una cerveza. Antes de tomarla saludó en silencio, levantando el vaso y mirando hacia nosotros. El gesto le fue correspondido y eso estableció su completa aceptación. Pagó y se marchó, no sin un segundo saludo.

Ahora sí, resulta que todos sabíamos un poco de él: nieto de José Rivero, hijo de María Mercedes, que se había casado con un doctor de la capital. Nunca había estado en el pueblo. Eso no era cierto ―corrigió Jorge, el dueño del cine ―, él lo recordaba de algunas tardes, hace muchos años, con su madre o su tío, serio o absorto, o tal vez sólo distraído, desinteresado de las aventuras mexicanas que por aquel entonces ofrecía el cine para soportar el tedio de las tardes. Algún otro ―de los más viejos― también lo recordaba de niño, sobre todo por la compañía de su madre, que era una mujer alegre y hermosa, con una vitalidad no perdonada por el pueblo, dispuesto solo a admitir la nostalgia y la tristeza entre quienes se marchaban; imperdonable esa madre feliz, criada en estas mismas calles, que había despreciado a los mejores partidos para contraer nupcias en tierra extranjera, para mortificación y humillación del pueblo entero.

En cualquier caso, lo cierto es que en los últimos treinta o más años no se le había visto la cara. También resultó cierto ―a pesar de que nos pareció una mera especulación cuando lo escuchamos― que se encargaría de una de las haciendas. Creímos algo estrafalario que un hombre de ciudad se viniera a encerrar, sin necesidad, en este monte. En los días siguientes completamos la historia, en lo que podía ser completada por nuestra colectividad.

Luis Rivero, hijo de José y primo de Santiago, administraba las dos haciendas, una propia y otra de su pariente; pero por expansión de sus negocios, falta de tiempo, o cualquier otra razón, quería desentenderse de aquella de la que era un simple empleado. Le propuso a su primo que nombrara un administrador, un hombre de confianza, recomendado por él mismo. Pero para asombro de todos, Santiago decidió quedarse y encargarse personalmente del trabajo. Dio razones poco convincentes ―descabelladas, diría luego su primo reunido con los amigos, entre whiskys, calor y penumbra de palmeras en el Brisas del Mar: él sabía lo que era dirigir un negocio de ese tipo y podía asegurar que Santiago no era hombre para eso― y todo fue arreglado: el hombre de la ciudad sería otro distinguido íntegramente de la comunidad.

Solo que en verdad no lo creíamos. Suponíamos que se cansaría pronto del trabajo agotador desde la madrugada, de los conflictos con los trabajadores, del aburrimiento del pueblo, y que se marcharía sin dejar más huella que una conversación de sobremesa. Bueno, nos equivocamos; pero de una forma tan especial que es como si no nos hubiésemos equivocado.

Se fue a vivir a una de las muchas casas que tenía su familia regadas por el pueblo. Trajeron muebles de una y otra casa, abriendo puertas y apartando telarañas y sacudiendo polvo que había estado quieto por años. Las abuelas veían sacar a la luz del día una mecedora, un escritorio, un escaparate y recordaban; recordaban historias que uno creía más viejas que ellas ―un tiempo de absoluto pretérito, ajado, descolorido, fuera de uso―, de fiestas y muertes y desgracias, y también de alegrías y de sueños. Así ocupó su casa.

Si bien era nueva por fuera, por efecto de la pintura comprada en la ferretería del español Fernández y aplicada en dos rápidas manos que dejaron las paredes de un azul reluciente, por dentro era vieja, muy vieja, aunque no en mal estado; sólo vieja, sólo tiempo transcurrido y vivido no por él sino por otros. Grande, la casa. Pero no lujosa. Con una cosa sólida, antigua y confiable que se respiraba apenas entrar. Eso también lo sintió él, y creemos que pensó que estaba dentro de él, que era parte de la herencia y venía con los muebles y las paredes un poco manchadas de humedad. Y nosotros también lo pensamos así. Sólo que no era cierto. Era la casa, la gente que había vivido y muerto y amado y nacido y vuelto a morir allí. Pensamos que todo eso estaba dentro de él, que era él quien lo provocaba porque lo había heredado. Así que fuimos allá y lo felicitamos, porque mientras tanto nos habíamos hecho amigos o casi amigos que resultaba a veces más conveniente. Santiago estaba feliz y nosotros igual. Bebimos toda la noche y estábamos dispuestos a creer en cualquier cosa.

Con el tiempo adoptó un aspecto rústico, acorde con su idea del campo y el trabajo. Camisas a cuadros, sombrero y botas de cuero, pantalones tejanos. La viva estampa de un vaquero de los que se ven en el cine de Jorge. Comentamos en el bar del hotel que debería haber una especial alegría en la gente de la ciudad en disfrazarse de ese modo, un algo infantil que iba más allá de la funcionalidad o no de la ropa; incapaces de sospechar motivos más complicados o más elementales: la necesidad, el convencimiento de ser otro, más real, más vivo, menos difuso y confundido.

Lo veíamos poco, sin embargo. Sabíamos que estaba en la hacienda y por los peones y empleados que bebían y comentaban nos enterados de sus gritos, sus cambios de humor, su energía (se levantaba todos los días a las cuatro de la mañana).

“Trabaja como cincuenta hombres, pero con la torpeza de un niño de tres años”, decía Millán, el capataz, que conoce el oficio. Entonces podíamos imaginarlo apartando con gesto enérgico el mosquitero que lo protegía de los insectos hostigantes, calzarse las botas y salir a la mañana prometida, que no sería real sino hasta dos horas después. Una sirvienta, joven o vieja, prescindible, traería una taza de café caliente. Él la bebería con la seriedad de un rito, un acto necesario para crear el mundo: la llegada de los obreros, sombras con el brillo de los machetes al hombro o bajo el brazo, luego el retroceso de la noche, la aparición de las nubes y los pájaros.


Gracias por la visita. Vuelvan cuando quieran.




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