Memento ad Mortem / @juancar347

Dedíquenme un lugar de privilegio en su lista de locos extravagantes, si así les place, pero concédanme también el beneplácito de la duda –siquiera sea por una simple cuestión de moratoria humanidad- si declaro, en mi descargo, que no hay mayor locura ni extravagancia más digna de lástima, que cometer el error de pensar que la Muerte es, después de todo, la mayor y más penetrante espina de esa Rosa de pétalos cariacontecidos que, metafóricamente hablando, llamamos Vida. Puedo asegurarles, y de hecho les aseguro, que cuando pienso en Ella, no es menos cierto que me viene a la memoria la imagen de aquél oscuro dios romano de las dos caras, que de nombre Jano, poseía, como dones de una justa y equitativa dualidad, el equilibro necesario para mantener en relativa paz esa tierra de nadie que separa ambos hemisferios de la existencia.

Reconozco, además, que siempre he sentido el latigazo ilusorio de un impulso netamente romántico -reminiscencia, quizás, de aquéllos correos sin respuesta, que en forma de barquitos de papel enviaba de joven con destino al buzón de la estación del fin del mundo, o de Finisterre, si lo prefieren, esperando que el sol, al resucitar cada nuevo amanecer, se dignara contestar y devolver alguno de ellos, siquiera fuera pagando yo el franqueo en destino o puede que motivado por esa visión magistral de la filosofía del director de cine sueco Ingmar Bergman, desplegada sin exceso de artificios en esa obra maestra que lleva por título El Séptimo Sello- y he deseado siempre sentarme frente a tan incomprendida Dama para jugar una amistosa partida de ajedrez, en el convencimiento de que ha de quedar necesariamente en tablas, lejos de los ventajismos que habitualmente y motivado por la cobardía que otorga el conocimiento de la propia levedad del ser, dedico al complementario y a la circunstancia, que según los maestros Machado y Ortega –amén, la paz les doy y en paz les dejo- caminan siempre conmigo y en ocasiones –que de casta le viene al galgo, sea o no éste perro flaco y ladrador- se disputan el privilegio de ser sol, cuando no sombra.

Lejos del infravalorado estribillo del ser o no ser con el que Maese William torturaba la indecisión de un Hamlet, que podría haber vivido como un auténtico príncipe de haber aceptado a tiempo su propia mediatez, no puedo estar, pues, obviando el hecho de que si la vida es la metáfora por antonomasia del viaje, la muerte no puede ser, sino, la metáfora del oportuno y merecido descanso. De manera que, hallándome a la mitad de mi existencia, como se hallaba Dante Alighieri al comienzo de su Divina Comedia, he decidido caminar sin temor por el Valle de las Sombras, en el convencimiento, de que no hay mejor ángel de la guarda ni más fiel compañera, que aquella que se compromete a velar por nosotros desde el mismo momento de nacer y nunca nos abandona.

Desde semejante punto de vista, créanme, si para finalizar el presente Memento, me congratulo con aquéllos anónimos pintores venecianos del Cuatrocento renacentista, que tenían la costumbre –por no decir, la visión magistral- de representar a los donantes con la muerte a sus espaldas, como amante nodriza que realmente es. Por tal motivo pienso, y a la vez deseo, que cuando nos encontremos en el futuro para celebrar nuestros profetizados desposorios, mis labios pronuncien un ‘sí quiero’ cantando, como el último suspiro de un cisne.