Esperaba los domingos con una gran emoción. Sabía que mis padres me pondrían una ropa colorida y deportiva y los zapatos más cómodos porque iríamos de paseo. Era hija única y ellos se desvivían por hacerme lo más feliz posible. A mi corta edad, sentía que debía retribuir todo ese amor que ellos me daban, con un cariño sinigual hacia María, mi madre, y Rafael, mi padre.

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Ellos vestían ese día de una manera singular. Recuerdo que mi mamá usaba una ropa más ligera y moderna que los otros días, ya que entre semana iba a una oficina grande que llamaban bufete donde trabajaba, y llevaba siempre un uniforme azul y zapatos de tacón que le daban un aire de elegancia singular. En cuanto a mi padre, él hacía lo propio. Cambiaba la corbata con camisa blanca y flux de la semana, por un jean y franela de rayas, que combinaban con los zapatos deportivos que le daban un aspecto más jovial.

¡Qué domingos aquellos, de parques, de cotufas, de algodón dulce, de helados cremosos, de raspados con leche condensada por encima, de diversión al aire libre! Yo tendría unos seis o siete años, pero los recuerdo de manera tan vívida, como si fuera el día de hoy. Al llegar al parque yo corría hacia los columpios, que eran los que me enloquecían. Mis padres detrás, preocupados, cuidándome de que no me atravesara ante algún niño que se estaba meciendo y que pudiera llevarme por delante.

Y si todos los columpios estaban ocupados, ¡grrr!, entonces había que esperar un buen rato, hasta que algún niño se cansara de mecerse. Y cuando se liberaban, ¡zaz! iba corriendo hacia ese puesto vacío, me sentaba y comenzaba a moverme hacia adelante y hacia atrás para coger impulso y empezar a deleitarme con el ir y venir, agarradita de las cadenas, bien sujetada para no caerme y poder sentir con el balanceo, la brisa fresca sobre mi rostro, sobre mi cabello...

Eran momentos de ensonación. Con el movimiento, dejaba volar mis pensamientos, mi imaginación y me veía rodeada de mis muñecas, de los títeres que colmaban mi cuarto, de mis cuentos infantiles de portadas vistosas, de mi juego de té de porcelana, con sus tacitas, platicos y la tetera, todos blanquitos con florecitas rojas y verdes, que le daban un toque de prestancia. Soñaba que estaba con mis amigas de la escuela, en el recreo, compartiendo una merienda, un pedazo de torta, un jugo, o simplemente jugando a la ere paralizada, al avión, en los grandes patios del recinto escolar...

Ya soy una mujer, ya mis padres no están conmigo. Hoy tengo mis propios hijos, y procuré, cuando ellos estaban niños brindarles todo ese amor que sentí de mis padres hacia mí. Los llevé mucho a los parques, para que disfrutaran de esos juegos y diversiones sanas que tanto bien hacen a la mente y al cuerpo.

Hoy es domingo, tomo un café y me llegan a la mente esos momentos de solaz, con mis hijos, su padre, y yo a su alrededor. Observar a los niños montados en una rueda, en un sube y baja, en un columpio, me hacía la madre más feliz, al mismo tiempo que me permitía retrotaerme a esos días en los que yo, con mi pelo recogido en una cola, con unas botas para protegerme de una caída, mi overall azul, también, era la niña más feliz del Planeta al subirme a un sube y baja, a un tobogán, a un columpio.