Desde niña había soñado en casarme y tener una linda familia. Celebrar mi unión con una gran ceremonia y desfilar con un gran traje blanco. Era mi sueño, igual como era el de mis amigas de igual manera.

Y no sólo eso, soñaba en encontrar un príncipe perfecto que me salvara, cuál damisela en apuros. Y como en un cuento de hadas, fuéramos felices para siempre.

Y así fué, encontré a mi príncipe azul y él me salvó de mis tristezas, me amó profundamente y más temprano que tarde vino la promesa, la alianza que fortalecería nuestro vínculo por siempre.

Mi sueño se cumplió, con un vestido blanco y velo me casé con un hombre amoroso y perfecto, el cual me hizo ver el mundo de un color rosa que nunca había visto. Yo desbordaba de felicidad y nada más importaba en mi mundo, sólo él. Así debe ser, ¿no? Al menos así nos contaban a nosotras las cosas. Y siendo sólo niñas, creíamos que eso era real.

Qué no hubiera dado por tener esa felicidad por un poco más de tiempo. Por conservar para mí un vestigio más de la bondad y el amor que ví en un primer momento. Porque ese príncipe azul que conocí se había convertido en un mounstro terrible con el que compartía habitación.

Aún no entiendo la manera en cómo se vistió de un aura inmaculada y logró burlar mis defensas, pintándose como el protagonista de mis sueños de amor y felicidad eternas. Aunque quizás fui yo quien lo hizo así: lo construí a mi manera.

Y es que después de haber celebrado conmigo la noche más hermosa de mi vida, mostró su verdadero rostro, uno horrible lleno de maldad, violencia y caos. Se volvió una criatura inmisericorde que no lo pensaba dos veces antes de hacerme daño.

Por meses pensé que cambiaría. Pensé y esperé que lo que vivía era una pesadilla que se estaba alargando mucho, tal vez por el vino que bebí. Pero pasaban los días y todo era igual, peor, si cabe.
Fue cuando empecé a idear un plan, que consistía en engañarlo haciéndolo creer que era feliz, increíblemente feliz, a pesar de que casi todas las noches debía llorar para que el dolor no envenenara mi alma.

Mi familia estaba lejos y tuve que convencerme que solamente yo podría salir de ese infierno.

Empecé a dibujar para recordar cosas, cómo por ejemplo el lugar dónde guardaba su dinero, los días que le gustaba salir, las horas en las que salía... Y después de tanto pensar, designé un día para irme.