Amazonios (personajes) Por G. J. Villegas

Agazapados entre la maleza, podían sentir el latir de su propio corazón. Un ritmo fuerte y constante, acompañado de una respiración intensa que intentaban controlar. Debían quedarse muy quietos, pues el jaguar podía caer sobre ellos desde cualquier lado. Solo pensaban en tener el tiempo suficiente para clavar su cuchillo en el gato antes que les mordiera el cuello.

La selva pareció quedarse muda en ese instante. Los macacos en las copas de los árboles decidieron quedarse a ver y no seguir su instinto de gritar. Al fin podían contemplar al hombre, que tantas veces cazó ferozmente a alguno de ellos, jadear de miedo ante el mayor depredador del lugar. Era como si disfrutaran de una venganza en ese momento.

—¿Jas calimaorao woroba? (¿Puedes verlo? ¿Dónde está?) —dijo en voz baja uno de los amazonios.

—¡Paremae tumiriwi! (¡Callate, harás que nos mate!) —le replicó su compañero temblando de miedo.

Sin darse cuenta, pisaron una cueva de hormigas rojas. Los soldados salieron enseguida a encargarse de los intrusos. Los hombres tuvieron que moverse de allí, lentamente, empuñando sus cuchillos y soportando las mordidas de las hormigas. Uno de ellos pisó una rama seca y de entre las sombras de los gigantes helechos se oyó el grave rugido del jaguar.

No podían ver desde donde asechaba, por lo que decidieron correr en dirección al rio. Las zarzas espinosas se le clavaban profundamente en los brazos mientras avanzaban. Los macacos comenzaron a gritar excitados como si le indicaran al gran gato donde estaba la presa.

La tradición Wuaruya les exigía conseguir la piel moteada del felino y traerla al jefe del clan, si querían tomar a una virgen como esposa. Emocionados con la idea, salieron temprano esa mañana, un par de guerreros valientes, hábiles cazadores de jabalíes y macacos, expertos con la cerbatana. Que ahora corrían por sus vidas en un sendero tupido de malezas, esperando llegar a la orilla del rio donde sus compañeros tenían un campamento.

—¡Mahowa oromae! (¡Este no es el camino!) —gritó uno de ellos desesperado.

—¡Chachaliki! (¡No te detengas!) —replicaba el otro, agitando los brazos ensangrentados por las espinas.

El miedo es un asesino. Un enemigo puede perseguirte y quizá nunca llegue a alcanzarte; pero el miedo nace dentro de ti, y si te domina, puede hacerte perder cualquier batalla.

Los amazonios salieron corriendo en la dirección equivocada, una decisión que tomaron sin pensar, una elección que favorecía al jaguar, que los alejaba del sueño de desposar a una virgen Wuaruya.

El que corría más rápido volteó para mirar a su compañero, y en ese instante golpeó su cabeza contra un troco bajo, cayendo inconsciente en la hojarasca de la selva.

Su amigo ni siquiera notó lo ocurrido. Continuó su fuga, y alguna distancia después se percató de que corría solo.

—¿Mayuni? —llamó en voz alta al hombre caído, sin obtener respuesta.

En ese momento, la tensión emocional sobre él era enorme. Se detuvo unos instantes, pensando en volver por su compañero, pero el miedo al jaguar, a perder la vida bajo sus fauces, superó su débil compasión y siguió su camino. Esa noche, ninguno de los dos volvió a la aldea…