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Me despertó el olor a café recién hecho; me sentí en casa. Fue despertar en un día del pasado, en uno de esos días felices en los que mamá cantaba en la cocina mientras hacía el desayuno.
A medida que mi mente despertaba me daba cuenta que no iba a encontrar a mamá en la cocina; ya no estaba en casa y estás cuatro paredes vacías nunca serían mi hogar.

El olor a café se fue disipando y no pude adivinar su procedencia, quizá fue la alucinación de un sueño que no alcanzo a recordar.

Tomé el teléfono y llamé a mamá; quería escuchar su voz y quitarme esa extraña sensación que se me había asentado en el estomago. No hubo respuesta; no había internet en casa y así había sido cada día de esta semana.
Intenté no entrar en pánico y recordar que eso es normal en Venezuela... recordar lo que es normal en Venezuela sí que me hizo preocuparme.

Miré las noticias y no vi nada relevante, decidí sacudirme la preocupación y prepararme para ir al trabajo.

Cerca de las 3 de la tarde ya estaba agotada, hoy los clientes parecían de mal humor y el local estaba a reventar; quizá debido a las ofertas de la temporada. Sólo podía pensar en casa: en mamá y papá tomando café en la tarde, quejandose del calor y de la falta de internet de estos días.

Para cuando el día acabó ya no podía más, lo unico que quería era estar en casa, pero no en esas cuatro paredes en las que residía, quería estar con mamá y papá comiendome una arepa y quejandonos juntos de lo duro que fue el día.

Apenas pisé la residencia recordé que hoy se cumple un año de mi partida, un año sin verlos, sin abrazarlos... y algo se me rompió adentro; la vista se me fue nublando. El teléfono me sacó de mis amargos pensamientos y lloré al ver el rostro de mi madre salir en la pantalla. Me sequé las lagrimas antes de contestar y la recibí con alegría. Hablamos durante horas. Se había caído la señal de internet en toda la ciudad desde el domingo y recién lo habían reparado: una falla general, habían dicho.

Durante más de una hora estuve en casa, con ellos, escuchando sus anécdotas y viendo sus caras cansadas sonreirme en el teléfono. Yo no les hablé de mis días malos y mis largas jornadas, del plasta de mi jefe ni de mi insoportable vecino; ellos no me hablaron de sus carencias. Jamás tocabamos esos temas. Yo mandaba todo el dinero que podía y esperaba que alcanzara, ellos me aseguraban que si alcanzaba; quizá algún día podría traerlos acá conmigo y entonces volvería a tener un hogar.

Cuando colgué estaba aliviada, pero triste; el peso del trabajo, de la angustia y la nostalgia cayeron sobre mí como un saco de cemento. No cené, sólo me desplomé en la cama esperando que la alarma no me despertara sin haber descansado. Ellos estaban bien, eso era lo unico que importaba; y me dormí con una sonrisa triste en los labios y los ojos nublados.

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Esta historia puede ser la de cualquier emigrante, la de cualquier hermano de esos millones que están buscando un futuro mejor para ellos y para sus seres queridos; podría estar en cualquier parte del mundo, pero viviendo lo que todos tienen en común: viviendo con el corazón fragmentado. Emigrar no es fácil y menos sabiendo que dejas a tu familia en un país como Venezuela, un país en dictadura en donde los servicios básicos son un lujo. Quienes emigran son muy valientes.

Un abrazo para ti que estás lejos de casa, lejos de tu hogar.