Ávila es a Teresa de Jesús, lo que la mar a la marinería: ambas llevan el ritmo que se marcan mutuamente, al compás de esa sinfonía inacabada, que son las mareas de la Historia.

En ese sentido, disgusta ver –y pido perdón si ofendo, pero me aplico a mí mismo el derecho que me otorga a decirlo, esa ley inalterable de que sobre gustos no hay nada escrito- que siendo ésta una tierra donde sobresale un corazón de piedra natalmente berroqueño, hasta el punto de contribuir a dotar, aún más si cabe, de belleza a su ya de por sí espléndida catedral, hayan elegido el mármol prístino, quizás procedente de la blanca Carrara –y pido también perdón, por si acaso, pues tampoco tengo nada en contra de ella- para hacer una estatua de la santa, a tamaño natural y arrobadamente contemplativa, que vista en la distancia, parece, si no una bandera de rendición a pie de sus inmortales murallas, sí un fantasma que gimiera lastimosamente fuera de ellas.

No obstante, y caso de pensar en ella como en un fantasma, también es cierto que no podría imaginarme tamaño ectoplasma espiritual, salvo como una fuerza singularmente arrolladora, que incluso en esa misteriosa frontera que delimita esos dos singulares estados de la existencia –el más allá y el más acá- siempre tiene algo que decir, produciendo diversas sensaciones, según sea la personalidad de aquella persona dispuesta a escuchar.

Y es que, queridos amigos, yo no puedo imaginarme a esta santa arrebatada, salvo si la miro con los mismos ojos con los que mi inestimable Magister, Don Antonio Machado, veía a aquél, su caballero Don Guido: como un trueno, vestido de Nazareno.

Porque no en vano, Teresa de Jesús, fue una de las principales místicas de ese, nuestro irrepetible Siglo de Oro –los demás, créanlo, se perdieron en las gloriosas profundidades de esos insondables abismos que también se tragaron nuestras bancarias carabelas- a cuya arrebatada e irrefrenable mística, hendían el berroqueño corazón –que por aquél entonces, y si hemos de creer a Don Miguel de Unamuno, sí que lo tenía, latiendo con fuerza dentro de su pequeño pecho- las flechas doradas de ese pérfido y amante Don Juan que, llámese complementario o circunstancia –elijan, pues, la poesía machadiana o el objetivismo ortegiano- Herr Jung nos presentó como Inconsciente Colectivo.

‘Las cosas de Juancar347’: Ávila, sábado, 9 de febrero de 2019

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