No se equivocaba Goethe, cuando afirmaba que los constructores de las grandes catedrales, los teurgos de ese metafórico y misterioso ‘art noveau’ que comenzó a florecer en Occidente a finales del siglo XII, el gótico, ‘buscaban a Dios en las alturas’, si bien tenía que haber añadido: y por defecto, la Luz, término con el que también se le identificaba.

Quizás por ello, y con razón, Einstein afirmaba, en su famosa Teoría de la Relatividad, que no existía nada más veloz que la luz; lo cual vendría a suponer, situándonos en términos teológicos interpretados libremente, que no hay nada más veloz que Dios.

Aqué ‘Fiat Lux’ o ‘Hágase la Luz’, del Génesis, marca también, comparativamente hablando, esa frontera que separa dos estilos artísticos antagónicos, como son el románico y el gótico.

De las sombras y obsolescencias del románico, surgió la Luz del gótico. Una Luz y unos orígenes que todavía continúan envueltos en el más absoluto de los misterios, independientemente de que la teoría práctica más aceptada, insista en afirmar que fue una solución natural derivada de los problemas y obsolescencias planteados por el románico.

Pero las catedrales eran brillantes además –entiéndase la metáfora- porque constituían el depósito de sorprendentes conocimientos, y a su vera, se reunían sabios y alquimistas que buscaban las claves herméticas de saberes prohibidos y olvidados.

Las catedrales eran, además y comparativamente hablando, esos espacios de compasión, esas precursoras de las futuras ‘casas del pueblo’, en cuyo seno hospitales y médicos atendían a una prole urbana malherida, carente de atención por los poderes fácticos de la época y sobre todo, necesitada de cuidados y cultivo espiritual.

No resulta exagerado decir, pues, que en su conjunto, las catedrales constituyeron, en todas sus acepciones, la verdadera Luz de Occidente.

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