Siempre que las veo, ya sea por un defecto de asociación o porque alguna neurona contestataria ha decidido, por su cuenta y riesgo, traspasar alguna frontera vedada de ese gran enigma que todavía sigue siendo el cerebro humano, pienso en Mahatma Gandhi y en su política de la no violencia. Pienso, también, en los grandes clásicos del cine y a mi mente acude el recuerdo de una película, producida en los años cincuenta del siglo XX, por Howard Hawks, cuyo planteamiento, tampoco me deja indiferente: ‘El enigma de otro mundo’.

Cierto que no les aconsejo, por muy espectaculares que resulten los efectos especiales, los modernos remakes, llevados últimamente a las grandes pantallas, con el título de ‘The Thing’, ‘La Cosa’, pues ya desvarían groseramente en metamorfosis sangrientas e irrelevantes, que le restan no sólo su encanto, sino además, la idea original, bien relacionada con el tema.

Hay que pensar, entonces, que si hablamos de invasiones, no sería descabellado llegar a la conclusión, de que en efecto: somos una especie invadida por seres extraterrestres. O si lo prefieren, somos una especie que cohabita con ellos. Seres que posiblemente llegaran antes que nosotros, en forma de esporas viajeras que encontraron su destino en la Tierra cuando su nave, el asteroide en el que plácidamente se instalaron, chocó con ella, conformando, de alguna manera, ese insólito e incierto principio que para todas las religiones constituye su génesis o cosmogonía.

Pero lejos de sentirnos atemorizados, e incluso, lejos también de considerarnos invadidos, cohabitamos con ellas –por regla general, pacíficamente- y entre ambas especies, hay un nexo de quid pro cuo -¿recuerdan la película ‘El silencio de los corderos’: yo te doy algo, tú me correspondes?- del que todos salimos ampliamente beneficiados.

Ellas, no sólo nos procuran alimento y panaceas, que convenientemente estudiadas y tratadas en laboratorios, constituyen los pilares básicos de nuestra medicina, sino que además, generan ese oxígeno vital que nos hace falta como lluvia de mayo, liberándonos de parte de ese anhídrido carbónico que tanto nos perjudica.

Ellas, se dejan mimar, porque, bien mirado, también poseen en sus genes el don de la regeneración y la sabiduría –por no decir, inteligencia- suficiente, como para responder a nuestros estímulos.

Y lo más importante: también nos alegran la vista, nos conmueven el espíritu y nos obnubilan con su delicada fragancia y su belleza: las plantas.

AVISO: Tanto el texto, como las fotografías que lo acompañan, son de mi exclusiva propiedad intelectual.