El Último DíasteemCreated with Sketch.

in #spanish6 years ago

Hoy me he levantado con gran sobresalto. Una violenta pesadilla me hizo saltar de la cama. Naimer o badrim, como dice mi sobrino adolescente. Miré el reloj que cuelga en la pared del comedor. Aún no amanece. Tanteé bajo la almohada y allí estaba el revólver, frío, en reposo, expectante, listo para la acción. Un viejo Taurus 38, herencia del abuelo Nicanor. Por un instante me sentí seguro.
Ella dormía. Sus muslos flácidos colgaban entre las sábanas y un olor metálico se colaba en la habitación. Me embargaron las náuseas, sobrevino el vómito, grandes arcadas sacudían mi humanidad. “Eso pasa después de una noche de rumba”, me dije. Volví a la cama sintiendo aquella humedad hosca y paralizante que el verano te deja en las noches más calurosas. Ahora me sentía indefenso, torpe, vacilante como un monigote en las manos de un niño.
Volvieron los temores nocturnos. Volvieron las pesadillas.
Una cascada de recuerdos se precipitaba detrás de mis ojos sin dar tregua a mi cordura. Antes que todos los demás, llegó aquel muchacho despeinado y andrajoso que se paraba al lado de mi cama propinando sendos pellizcos en mis brazos esqueléticos. No hablaba, nunca dijo nada, tan solo presionaba su pulgar y su índice contra mi piel frágil de niño enfermizo. A la zaga de este, un cerdo gris corría tras de mí durante mis sueños y masticaba los desechos del vertedero por donde yo trataba de escapar. Durante la huida, muchas veces tropezaba y el animal, furioso, intentaba comer mis genitales. Fue entonces cuando comencé a dormir con dos pantalones, medias y zapatos, en contra de la voluntad de los mayores. “Déjalo -decía mi abuela a mi madre-, esos son caprichos de los muchachos, debe ser alguna moda”. Aquel animal me dejó sus gruñidos firmemente colocados en la memoria, y el temor de perder mi virilidad.
De todos los personajes que me acosaron durante aquellos años, el mayor impacto lo consiguió la mujer gorda, envuelta en seda negra y con el rostro cubierto casi en su totalidad, maloliente, como recién salida de uno de esos agujeros por donde escapaban las aguas de lluvia en el patio donde quedó sumergido un gran segmento de mi niñez. Su mirada fija me condenaba; sus ojos negros como nunca vi otros y… lo peor, la nana que me cantaba con su voz grave, atronadora, me llenaban de pánico y yo solo sudaba copiosamente, ni siquiera podía gritar, mi voz no se oía. Nunca se lo dije a nadie, total, ¿quién iba a creerme?
Felizmente, crecí. Ya no soy un niño y ella no puede lastimarme, no estoy obligado a escucharla, ¿o sí? Han vuelto las pesadillas, y a veces parecen tan reales que me encuentro ante un abismo donde la realidad y el sueño se divierten juntos.
Ella dormía. ¿Dormía? Sus muslos flácidos colgaban entre las sábanas y un olor metálico se colaba en la habitación. Su cuerpo no volvió a moverse. En la cama, la humedad de la sangre. En su rostro, las cuencas de los ojos vacías. Bajo la almohada, un viejo Taurus 38, herencia del abuelo Nicanor con dos proyectiles menos. El hombre había vuelto a dormirse.

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