Viaje a Santa Cruz de Wuinpumuin: La aparición de un gigante (IV)

in #spanish6 years ago

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Hola Steemianos! Hoy tengo el inmenso placer de compartir con todos ustedes el cuarto capítulo mi novela: Viaje a Santa Cruz de Wuinpumuin. Cada semana iré liberando al menos dos capítulos, por lo que espero recibir sus valiosas críticas y comentarios para seguir compartiendo con ustedes ésta y muchas más historias.

IV

La aparición de un Gigante

Los pastores rieron a carcajadas. No podían creer que Maskay caminara en traje de gala por un camino polvoriento y azotado por el tropel de cientos de chivos. No era el atavío más apropiado para pastorear animales en un ambiente donde los valores de la temperatura alcanzaban 50 grados centígrados. Pero el propósito de lucir el primoroso ropaje wayuu iba más allá de las conjeturas que podían hacer sus burlones compañeros: ese mismo día al atardecer, pensaba animar una fiesta en casa de un vecino llamado Kasipa, quien lo había contratado desde hacía dos semanas.
Mientras los animales pastaban con avidez, Maskay se entregaba a una larga y rigurosa sesión de dibujo. Plasmaba en un ancho lienzo de arena (bien aplanado para ese fin) la imagen de un pastor solitario en medio de un desierto representado sin equívocos por una línea horizontal. En la parte amplia y superior del cuadro arenoso, resaltaban dos nubes lejanas de cuyos bordes bajaban en tropel tres chivos robustos.
Era media mañana cuando abandonó su labor artística desde las sombras de un cují; grande, frondoso, dispuesto por la naturaleza para resistir las duras condiciones del desierto guajiro. A su alrededor regía un extraño silencio que todo ser vivo parecía acatar. No había viento y el calor registraba niveles intolerables que lo forzó a hidratarse con una ración de újolu (bebida preparada de maíz) y resguardada en un envase de tapara.
Maskay se recostó sobre el tallo del árbol de donde veía cómo las charcas de los espejismos rebosaban la línea del horizonte y daban cauce a un torrente que parecía arrasar con la península. Siguió mirando los efectos de la refracción solar hasta fastidiarse. Después trató de arrancarle un relajante motivo a la sawawa que el sopor meridiano enseguida le hizo desistir. Entonces cambió de postura: colocó su pierna derecha en el tallo del cují y la espesura de la arena tapó de manera parcial su pie izquierdo. Desde allí guindó en una rama la particular cantimplora de tapara con una mínima ración de újolu.
De repente –y sin explicación– una formidable sombra cayó sobre el paisaje seguida de continuas agitaciones de la tierra. Maskay saltó de un sitio a otro a causa del extraño fenómeno, pero sin darse cuenta había arruinado el fruto de su creatividad. Cuando hubo identificado la razón del inusual estrépito exclamó:
–¡Santo Dios, un hombre de hierro!
Un gigante salía del mar. De su elevado cuerpo caía agua a borbollón como si un manantial del cielo rompiera de pronto sus compuertas. La cabeza se protegía con un casco metálico y su torso ancho y cuadrado se abrigaba también con una coraza plateada que se extendía más allá de la cintura. Cojeaba de la pierna derecha y se veía extenuado cuando apuraba sus pasos lerdos rumbo a la playa. Jadeaba sin soltar de sus manos temblorosas una maqueta urbanística a la que dedicaba más interés que el sentido de sus pasos. Cuando intuyó que ya estaba fuera del alcance de las aguas, abrió los ojos y su jadear fue disminuyendo: no avanzó más. Giró solo su cabeza y rastreó con un vistazo inseguro parte del panorama circundante.
“Por Dios, ¿qué extraño? Esta tierra no ha cambiado nada en cinco siglos.”
En seguida se arrodilló para fijar en el suelo la maqueta de una ciudad de diseño desconcertante y de aspecto nacarado: se veía tan impoluta como si acabara de salir del interior de una ostra. Y justo cuando la plantaba en la arena para ver cómo quedaba, se extendió por la costa cambiando en instantes el paisaje peninsular. Los edificios de tamaños vertiginosos que iban apareciendo –producto de ese efecto dominó– solo eran superados por la altura del impávido proyectista.
Maskay al percatarse del extraño portento emprendió una azorada carrera llevando terciado desde su hombro izquierdo el recipiente de újolu que ya se encontraba cubierto por un manto de hormigas, pero el gigante lo observaba sorprendido, al punto de obstruirle el paso con sus enormes pies, tan altos, como las copas de los cujíes circundantes. Para el gigante era necesario detener la espantada del muchacho, pues era el primer humano con el que se cruzaba en mucho tiempo y con el que aspiraba justificar su presencia allí. Después de notar que el cansancio no lo llevaría a ninguna parte le advirtió, escrutándolo como si se tratara de una nueva especie de hormiga.
–No temáis, muchacho. No corráis más. Solo he venido a traerte este regalo: Santa Cruz, la primera ciudad fundada en Tierra Firme del Nuevo Mundo. La misma Santa Cruz que por intrigas de mis socios y un sinfín de privaciones no pudo mantenerse más allá de su fundación, quedando solo su nombre como un vago registro para la historia. Santa Cruz: capital de mi reino. Del reino de Coquivacoa –reafirmó orgulloso.
Luego inclinó su monumental cabeza para preguntar:
–¿Cuál es tu nombre?
El joven aún presa del terror no dejaba de mirar los restos de corales que caían desde las botas del extraño y traían en sus ramales varios peces ensartados. Su respiración era fatigosa, sin embargo desde el suelo, donde se había sentado para pasar su extenuación, moduló una respuesta casi inaudible:
–Me llamo Maskay.
–¿Maskay? Es un nombre original, como todas las cosas gratas que guarda esta tierra: grande, virgen y de belleza incomparable. Cuánto dieran algunos países de mi Europa por tener su ubicación en el mapa. Como debes saber, hoy y por siempre será una codiciada ventana para atrapar el mundo.
Maskay luego de reponerse y ganar un poco de confianza refutó la primera sentencia sin entender por qué se encontraba ahora en ese mundo acompañado de un presumido gigante.
–Usted dijo que había llegado a Santa Cruz, y por lo que he visto anda perdido, porque esta es la Guajira; mi tierra natal. No ninguna Santa Cruz.
El gigante dobló sus rodillas, y miró con interés el rostro irritado de su osado interlocutor, quien al parecer ya no le temía.
–No estoy desorientado, joven. Hace mucho tiempo estuve aquí; en este mismo espacio; podría incluso indicarte el lugar donde anclé mi carabela.
El colosal hombre señaló hacia el este y prosiguió su relato colmado de entusiasmo y viejas añoranzas.
–Recuerdo el mínimo detalle, hacia allá –apuntó al sur con su mano derecha– tuve el gozo de encontrarme con una de las maravillas de la Creación. El Lago más hermoso que ojos humanos ha podido contemplar alguna vez. Eso ocurrió el 24 de agosto del año del señor de 1499, y lo llamé Lago de San Bartolomé, por arribar a sus aguas en el onomástico del glorioso apóstol. Sí, fue tanta la fascinación ejercida por las casas levantadas sobre estacas, que no tardé en compararla con la vieja Venecia. Y así la bauticé: Pequeña Venecia. Sus moradores nos dieron la bienvenida de manera gentil; al contrario de los primeros que encontramos aquí en Santa Cruz, quienes nos recibieron y despidieron a punta de flechazos. A esa aldea localizada más al sur, no regresé jamás, pese a que siempre estuvo presente en mis evocaciones. La misma identificada como Maracayó, luego de que sus pobladores, envueltos en un desconcierto difícil de explicar, proclamaban con esa palabra la muerte de su jefe.
Las correrías de aquel personaje las escuché más tarde en Santo Domingo. Llegaban en torrentes en bocas de muchos marinos defraudados y marcados por la respuesta de una tierra hostil y desconocida cuya riqueza todavía era un espejismo. A pesar de que la historia niegue su existencia, aún se comentan sus habilidades para desplazarse de un lugar a otro sin ser visto, y cuando menos lo imaginaban, aparecía como un fantasma para ejecutar sus emboscadas. Una vez retirado de las armas y de tantas expediciones perdidas, entendí la razón de su lucha y la de otros caciques, que resistieron con heroicidad la violación de sus territorios; pero era demasiado tarde para justificar tantas desgracias. Aquel guerrero invisible llamado Mara, resultó ser pariente de una joven con la que me uní en matrimonio años más tarde.
Maskay no se pudo contener: cortó el animado discurso del gigante con un argumento irrebatible:
–¡Maracayó no significa lo que usted ha dicho! Primero, mis antepasados no conocían el idioma de los extranjeros para asegurar que Maala había caído. Tampoco podían conjugar el verbo caer en tiempo pasado. Eso es lo más ridículo que he oído en mi vida. Según los ancianos, ellos trataron de persuadir a los invasores para que abandonaran estos lugares, porque eran moradas de cascabeles. Maala significa cascabel, o en cualquier modo: Tierra del Cascabel, en honor a la víbora que vivía entre cardones y tiene como dominio este territorio árido, que al parecer, no tiene fin.
–¡Qué buena explicación! Creo en tu historia, muchacho. Mi esposa Isabel me lo confirmó una vez: aquel llamado de advertencia jamás entendido por tantos expedicionarios.
El gigante se levantó en el borde de la nueva ciudad y con el mismo impulso echó un vistazo a su alrededor como si temiera de que alguien pudiera espiarlo. Después volvió a doblar sus rodillas y permaneció tranquilo dejando un crujir de hierro en el ambiente. Respiró hondo y se despojó de su casco que dejaba perfectas marcas en su pelo tostado como si no lo hubiera hecho en varios siglos. En la expresión de sus ojos grandes y cansados sobrevivían apenas rastros de la rudeza de otros tiempos. Del lado de su nariz aguileña brotaban dos vertientes de sus bigotes que formaban una barba encanecida y salpicada por sedimentos marinos. Miró hacia el sur y acomodó el casco a la altura de su pecho, después con su mano derecha exprimió su barba para continuar la plática.
–Aquí mismo en esta península, conocí a la mujer más bella de los rincones de este mundo; la llamé Isabel en honor a la bien amada Reina Católica. Esta nueva Isabel era de tu raza. Sus encantos me cautivaron de tal manera que me enamoré a primera vista. Fue la primera mujer nacida en este continente que pisó tierra europea y me amó hasta el final de mis días; allá en la isla Santo Domingo. Fue un aliento invalorable en los tiempos más difíciles de mi existencia: con ella reconocí los costosos errores de nuestros designios.
Si aquellos ancestros tuyos estaban perturbados por nuestra llegada, más sorprendidos estábamos con sus presencias. Para que lo sepas, esa no era la misión concebida al principio por Colón. El almirante queriendo demostrar la redondez de la tierra izó velas hacia el oeste, buscando llegar a las Indias Orientales, pero los caprichos del destino se impusieron y arribó extraviado a este continente el 12 de octubre de 1492.
El joven sin evaluar todavía en qué lugar se encontraba, quedó pasmado al escuchar el nombre del famoso navegante italiano.
–¿Colón?
–Sí. Cristóbal Colón.
–¿Por qué Cristóbal Colón aseguró que nos había descubierto, si teníamos miles de años repartidos por esta tierra?
El gigante encorvó el cuello, cruzó sus manos a la altura del pecho antes de responder.
–Para ese tiempo este continente llamado ahora América era desconocido para los europeos y para el resto del mundo. Una vez consumada nuestra empresa; creíamos haber llegado a la tierra del Khan, del que hablaban los más osados navegantes, entre los que se encontraba el propio Colón. Pero el tiempo se encargó de revelar después la colosal equivocación del almirante. Habíamos arribado a un continente ignorado por soñadores y por lo más lúcidos cartógrafos. Una tierra con montañas y ríos que dejaron atrás a los más grandes de mi Europa. Tierra pletórica de árboles, flores, pájaros y extrañas criaturas que deslumbraron como si se tratara del mismo Edén. Por eso se consideró el mayor descubrimiento llevado a cabo en todos los tiempos de la humanidad. Don Cristóbal era un hombre culto y perseverante. Lo digo con toda la sinceridad de mi corazón a pesar de las diferencias que nos separaban. Era muy católico. Con sus viajes tan disparatados pudo demostrar a eruditos y reyes la redondez de la tierra ante la ingenua suposición de concebirla como plana y soportada al mismo tiempo sobre lomos de formidables elefantes. Esa creencia quedó enterrada después de completarse varias expediciones alrededor del nuevo continente. Sin embargo, no faltaron los escépticos y los más obstinados detractores que un día terminaron también dándole la razón.
Maskay usó ambas manos como visera para mirar a su interlocutor. En esa perspectiva hacia las alturas solo pudo distinguir con claridad la punta de la barba y las fosas de la nariz del gigante. Quería asegurarse de que lo escuchaba.
–¿Por qué los sabios de aquella época ignoraron la redondez de la tierra, si estaba tan bien descrita en las Sagradas Escrituras?
–Uh. No entiendo –dijo el gigante parpadeando y haciendo una mueca de escepticismo con su boca. Sin embargo, en medio de su ofuscación esperó que el muchacho le diera la respuesta.
–Entonces por lo que veo… usted tampoco la ha leído. Hace un par de años me lo explicó un misionero del cual le hablaré más adelante. Es simple. Una de las respuestas es: “El que está sentado sobre la redondez de la tierra…”, (Isaías 40: 22).También el profeta Job dice en su libro (26:12) que la tierra flota sobre la nada, es decir en un vacío que es todo el firmamento. Y no sobre lomos de fabulosos animales. Como ve, ambos mensajes son muy claros. Esa fue la razón que llevó a Colón a burlarse de aquellos hombres tan escasos y al mismo tiempo asegurar que la tierra era redonda como el sol y la luna.
–¿Todo eso te lo dijo el misionero? –preguntó el gigante más aturdido.
–¡Claro, alíjuna!
–Don Cristóbal… don Cristóbal, se había nutrido de cartografías y relatos fabulosos dejados por marinos como Marco Polo y sus célebres viajes a Oriente, que a la postre se convirtieron en guías y una constante obsesión en la búsqueda de Catay y Cipango. Así mismo tuvo amigos en el clero con los que debatía diversos temas, incluyendo la Biblia; pero el que haya tomado de allí la razón para certificar la redondez de la tierra; no estoy seguro.
–¿Cómo lo pone en duda? Si usted acaba de comentarme que Colón era muy católico, ¿no es así? –dijo Maskay después de oír la escuálida declaración del gigante.
El extranjero se tocó la barbilla, balbuceó, y no le quedó más remedio que continuar su exposición.
–Además de creyente era un hombre de una imaginación sobrenatural. Aunque nunca quedó claro donde se había formado; algunas veces se creía un enviado de Dios. En otros momentos era un delirante astrólogo que trazaba una ruta observando el movimiento de las estrellas. Es probable que se haya documentado de esos pasajes bíblicos –como tú lo aseguras– para reforzar su teoría sobre la redondez de la tierra.
–Si era un hombre devoto y aseguraba además que la tierra era redonda, fue porque hizo valer su creencia teniendo la Biblia como soporte. Creo que lo hizo de la boca para fuera –dijo Maskay resuelto y tratando de reafirmar su conjetura.
El gigante escuchaba sin dar respuesta.
–Colón, el católico, leía y conocía la Biblia más que un cura, pero con todo eso no pudo evitar que sus delirantes compañeros asolaran pueblos en busca de riquezas en nombre de un dios que solo conocía una parte del mundo –remató el muchacho.
–Así fue, joven. Los miembros de aquellas expediciones se tornaron opresores. Una obsesión desmedida en la búsqueda de El dorado los llevó en poco tiempo a incendiar y destruir pueblos enteros sin que llegara a descubrirse en sus cenizas el mínimo vestigio que lo delatara. Por eso, tengo una deuda muy grande contigo: deuda que no podré saldar. No sabes cuánto estoy arrepentido. Aquí entrego la nueva Santa Cruz para tu generación. Porque estos espacios que en otrora representaban auténticos desiertos serán mirados en el futuro como verdaderos edenes ante la escasez de tierra que empieza a observarse en el extremo norte del mundo: allá, el mar empieza a tragarse la tierra y la alarma no tendrá reposo ni un solo día. Por ello tomé esta iniciativa de adelantarme. El sur se poblará tanto que a la vuelta de poco no habrá sitio para clavar un asta de bandera.
Maskay volvió a explorar con su mirada el espacio circundante. Giró la cabeza hasta donde le permitía el cuerpo, después lo hizo en sentido contrario.
“Este hombre está delirando. En esta tierra ya no queda espacio ni para sembrar un cardón. No sé a qué futuro se refiere.”
El muchacho dirigió al gigante una mirada de desprecio y a través de un tono de ironía intentó atropellarlo.
–¿Y… usted, es profeta?
–No soy profeta. Lo vi en un sueño reciente. Mi esposa Isabel me enseñó a apreciar los valores de vuestra raza, y antes de mi ocaso lo entendí mejor.
“¡Sueño!”
–No sabía que un gigante podía soñar. ¿Cómo son los sueños de un gigante? ¿Serán así de grandes, como usted? –dijo Maskay, trazando con sus manos un círculo en el aire.
–No. No tuve grandes sueños, muchacho. Al contrario, muchos infortunios.
Maskay hizo pausa luego de escuchar la respuesta lacónica del alíjuna. Este lo secundó por largo rato y luego el wayuu volvió a tomar la palabra:
–De modo que usted conoce la historia de Colón, ¿dónde la aprendió?
–No la aprendí, muchacho. La viví: fui parte de su tripulación en el Segundo Viaje. Luego emprendí mi propia empresa y arribé por estos lares por allá por el año del señor de 1499. Creo que no escuchaste bien mi exposición al principio.
El muchacho inconforme con la respuesta del alíjuna, frunció el entrecejo y señaló con su mano derecha.
–Usted…usted es otro invasor, de la misma calaña de Colón. ¿Cómo pretende después de varios siglos, cambiarle el nombre a lo que siempre ha tenido nombre?
El gigante rasgó su barba, exhalo un poco de aire salobre y respondió:
–Como te comenté al principio, no es lo mismo. Vine hace cientos de años y la fundé con esa denominación.
El hombre grande volvió a arrodillarse; abrió sus manos ante el joven como si pidiera clemencia, pero el pastor se tornó indiferente: paseó su mirada para descubrir el cambio experimentado en la Guajira y ante su propia nariz. Su vista no llegaba a alcanzar la anchura del nuevo mundo que se extendía a sus pies y tendría que aceptar. Después de otro largo silencio, reaccionó para tutear al gigante:
–Santa Cruz es un nombre muy bonito, hermoso, pero aquí, el mar sigue bordeando la tierra –señaló hacia el noroeste– hasta moldear la forma de una cabeza: todo este inmenso terreno pelado le decimos Wuinpumuin. Y como esta tierra me pertenece, también puedo darle el nombre que me plazca, como hicieron mis abuelos. Sí llegara a cambiar de nombre, porque no estoy seguro en qué tiempo me encuentro ahora, que sea entonces:
Santa Cruz de Wuinpumuin.
–¡Santa Cruz de Wuinpumuin! ¡Hermoso nombre! –exclamó el gigante, girando sobre sí mismo y mostrando con sus manos en alto la majestad de su creación–. Así quedará para la historia –agregó lleno de gozo.
El navegante volvió a sentarse en cuclillas para tratar de justificarse ante las reservas del muchacho.
–Oye, joven ¿No has leído acerca de mí?
–No. Ni me interesa. ¿Acaso estoy contento con lo que has hecho? El único gigante que he conocido –y eso porque lo leí en las Sagradas Escrituras– es Goliat. ¿Acaso eres su reencarnación?
–Entonces, ¿parece que has leído mucho la Biblia?–dijo el gigante, reflejando en su cara un rasgo de admiración.
El muchacho poco a poco se fue serenando. Encontró en la narración el cauce para olvidarse por momentos de su tragedia.
–Sí. Fue un regalo del padre Alejandro después de visitarnos hace un tiempo, allá en Aipiapá. El libro traía una cubierta de cuero, muy hermosa. Y de todos los relatos, te confieso, me gustó la historia de José, quizás porque era un pastor y porque el paisaje en el que se movía es muy parecido a mi Guajira. Años después estudié la Biblia siguiendo la orientación del misionero del que te hablé al comienzo. Había llegado a nuestra casa en medio de un tumulto de gente que lo comparaba con un santo. Tenía una expresión agradable y no pasaba de sesenta años. Era gordo y rojizo como un camarón. Vestía una túnica harapienta y calzaba botas con trenzas de cuero rustico. Debajo de un sombrero de paja se asomaba su cabellera abundante y ondulada. Tenía una barba tan blanca que se confundía con el algodón. Pero esa descripción que podría compararlo con un San Nicolás en harapos, no era la razón del alboroto.
El hombre venía montado sobre un burro muy viejo, que había alquilado un día antes en el mercado Los Filúos para transportar algunas pertenencias de la que sobresalía una urna revestida en cuero negro. La gente que se iba incorporando a la procesión estaba desesperada por conocer la identidad del muerto y el lugar en el que sería enterrado.
Maskay no descuidaba la postura serena de su interlocutor y proseguía su relato como si le hablara a una persona común.
–La procesión era larga y se dirigía en medio de una polvareda a nuestra casa seguida por los gritos atropellados de varios muchachos e incesantes ladridos de perros. Con aquella rara noticia, mi tío abandonó su trabajo en el corral de chivos para esperar impaciente la llegada del misterioso cofre. Cuando vio que el bulto negro era separado de un costado del burrito, y colocado en el suelo, él se quitó el sombrero como muestra de respeto al difunto desconocido. Los otros lo imitaron. Cuando hubo identificado al jinete, mi tío no tuvo la menor duda de que era un santo. Le dio la bienvenida y lo recibió en el bohío principal con un apretón de manos. Pese al cansancio que mostraba y sin requerir ayuda, bajó una caja repleta de libros, después con una mano hizo descansar en el suelo el largo cajón que suscitaba tanta curiosidad. Luego volvió a levantarlo como si fuera un ataúd de papel, y lo plantó a los pies de mi tío, quien lleno de asombro no pudo evitar hacer la pregunta más inquietante de ese momento:
–¿Quién es el muerto, señor?
–Aunque iba en contra de sus buenos modales –dijo Maskay– el visitante no se pudo contener: soltó una carcajada atronadora que hizo aturdir a los presentes. Aun así giró la caja en una posición en que pudiera verse el contenido. Desabrochó los cuatro seguros que tenía, y ante la vista de todos, no apareció un cadáver, como esperaba la mayoría, sino un hermoso instrumento de madera de cuatro cuerdas llamado violoncelo, que provocó otro estallido de risas, esta vez de parte de los muchachos. Los adultos solo se limitaron a observar; estaban petrificados.
El gigante por primera vez esbozaba también una sonrisa y seguía complacido los gestos con que se expresaba el joven narrador.
–Allí no terminó el relato –advirtió Maskay– el recién llegado, aprovechando la cantidad de personas que se había reunido a su alrededor, prefirió contener sus ganas de tomar agua, para dedicar el primer concierto de violoncelo en aquel paraje de la Guajira. Las notas graves del extraño instrumento, la extravagante manera de cómo el viejo agitaba su cabeza entre una nota y otra y la singular forma de cómo hacía vibrar sus dedos de la mano izquierda sobre el diapasón del instrumento, no agradaron mucho a la concurrencia, al punto de que no había terminado el primer tema cuando todos se retiraron fastidiados. Solo quedamos los de la casa. Al contrario de los demás, mi tío mandó buscar una botella de ron y brindó en honor del virtuoso músico, que seguía ofreciendo lo mejor de su repertorio como si estuviera quizás ante su propia gente.
El brindis se convirtió en un pretexto para encender una corta parranda que terminó cerca de la medianoche con una cena familiar. El misionero pensaba marcharse al otro día, pero la conversación que tuvo con mi tío fue tan buena, que decidió quedarse por tres años. Al principio buscaba seguidores para formar su iglesia; pero al darse cuenta de que no convencía a nadie, cambio de parecer y se quedó averiguando cuanta a cosa hacía falta para escribir un libro sobre lo que había observado en ese primer día de visita.
El misionero trabajó con mi tío curtiendo cueros y ordeñando cabras mientras aprendía anheloso nuestro idioma. En esas largas faenas recitaba de memoria el discurso que don Quijote dio a unos cabreros; lo hacía, con una pasión tan viva, como si fuera quizás el propio don Quijote el que la diera en aquel paraje de la Guajira. A mi tío le fascinaba.
Según nos dijo, era de origen vasco y se había formado en varias lenguas. En su empecinado interés por descubrir nuestras creencias lo llevé por varios pueblos vecinos, y como compensación me daba en las tardes lecciones de castellano, que asimilé hasta hablarlo con soltura. Claro, también en ese tiempo me enseñó a tocar el violonchelo.
“Ya veo”, dijo el gigante con su pensamiento.
–Ante la dificultad que teníamos para pronunciar su nombre, mi tío decidió darle el apodo honorífico que todo extranjero debe merecer en la Guajira: alíjuna, y así lo llamamos sin que él se molestara. Al contrario, le gustó muchísimo. Así mismo estudió la gramática del wayuunaiki para plasmarlas en el libro que prometió enviarnos luego de publicarse en su país. Libro, que seguimos esperando después de cinco años. Sin embargo, mi tío asegura que no hay por qué preocuparse por la demora, al menos observamos el interés que empieza a mostrarse en algunas partes del mundo por las cosas nuestras.
Aquel predicador sentía una fascinación tan grande por mi tierra difícil de hallar en otro extranjero: le despertaba un entusiasmo tan admirable, como si descubriera en este suelo pelado algo que valiera la pena. Él decía que la Guajira era un mundo mágico, tan diferente a otros mundos. ¿Qué te parece, alíjuna?
–Así es. Un mundo mágico e irrepetible que no pudimos comprender y no pudo ser quebrantado ni con el paso de los siglos –dijo el gigante, suscribiendo con nostalgia la exposición del wayuu.
–Después de marcharse el extranjero retomamos nuestra rutina sin que se viera un cambió en la península, como esperaba mi tío. Así, vimos pasar días, meses y todos los problemas habidos y por haber...
–¿Entonces, problemas son lo que aquí pululan?–preguntó el gigante, haciéndose el desentendido.
–¡Problemas es lo que has causado! ¿Acaso no acabaste con la Guajira de un soplido? Y en su lugar, levantaste un mundo inservible, estéril; peor que mil desiertos.
En cada palabra expresada por el joven el gigante captaba un profundo rechazo. Trataba de convencerlo, pero en ese momento su mente embotada de tantos recuerdos no encontraba la manera para conseguirlo.
–Disculpa, no había olvidado tu pregunta. No soy Goliat. Soy un navegante que ha venido desde lejos a ofrecerte su amistad. Admiro tu preferencia por la Biblia; es un libro maravilloso.
En vista de que ese recurso no funcionó, el extraño jugó una última carta para que el wayuu tratara de suavizar el tono y el trato hacia él.
–Me gustaría invitarte a recorrer Santa Cruz de Wuinpumuin, de extremo a extremo. ¿Qué te parece?
El joven percibía que hasta ese momento no había signos de hostilidad en la conducta del hombre grande como para dudar de su palabra. También tenía la esperanza de que el gigante pudiera revertir la magia y la Guajira volviera a recobrar su antigua apariencia desértica. El muchacho aceptó la propuesta y el hombre misterioso dobló su cuerpo para tomarlo con una mano. Lo elevó hacia las nubes y lo colocó sobre el hombro derecho. La calidez y el aullido del viento lo abrumaron tanto que se recostó sobre el cuello del gigante para no caer. Desde allí pudo detallarlo con detenimiento: ese rostro chupado y macilento no podía corresponder a un guerrero invencible sino a una ruina humana. Su tez era una maraña de arrugas tan profundas, como ver el fondo de un jagüey después de una abrasante sequía.
Maskay al principio estaba asustado: sentía vértigo, sin embargo, el interés por contemplar el ancho horizonte le hizo olvidar el temor a las alturas. Aunque permanecía sobre el hombro de un hombre reducido por el tiempo al aspecto de una momia viviente, tenía la esperanza de hallar en medio de ese laberinto un paisaje familiar; tal vez a los pastores con sus rebaños, un manojo de cardones y cujíes, pero todo se había esfumado bajo el amparo de un cielo plomizo y nostálgico. Santa Cruz de Wuinpumuin era otro mundo sobre la misma península; plagado de edificios de elevados tamaño y formas inimaginables.
–¡Santo Dios, cuántas torres de Babel!
De repente interrumpió su revista para exigirle al gigante:
–¿Dónde está mi tierra? Ponla como antes.
El gigante respondió resaltando las bondades de su obra como un orgulloso presidente presto a cortar la cinta en una inauguración:
–Esta es la misma tierra, la de tus antepasados. Te encuentras ahora en el futuro; en una de las capitales más importante del orbe; la mitad se encuentra en tierra firme y la otra reposa sobre y debajo del mar. Hacia el sur se levanta Cojoro, Neima, Sichipes, Caimare Grande, Paraguaipoa… Todas forman parte de esta gran metrópolis…
–Y... ¿aquello tan grande, qué es?
Maskay señaló una infraestructura descomunal diseñada con forma de ostra abierta y rodeada por construcciones que simulaban parte del paisaje submarino.
–Es la fachada de la Universidad de Santa Cruz. Una de la más prestigiosa del planeta y está sobre tu querida Aipiapá. Algún día muchos de tu generación saldrán de ella.
Muy lejos sobre una elevada plataforma se distinguía un templo con fachada muy ornamentada: tenía dos torres y cúpulas parecidas a cohetes prestos a despegar al cielo. La fachada era de color perlado y destellaba un brillo impresionante dentro de la arquitectura geométrica de Wuinpumuin. De esa manera el alíjuna mostraba al joven los rostros urbanísticos de la ciudad, de pronto, su mente pareció encausarse por otro sendero.
–Se me olvidaba, joven. Me gustaría visitar Maracaibo o Maalakaiwou como referiste. Hace varios siglos me despedí de ella. Recuerdo que para ese tiempo era solo una aldea palafítica, sin mucha ostentación. Supongo que a esta fecha debe ser una metrópolis con el encanto de otras capitales del mundo. ¿Por qué no me acompañas?
–Si eres un sabelotodo, ¿por qué ignoras cuál es su situación en este momento?
–Mi propósito, hijo, era llegar a Santa Cruz de Wuinpumuin; no más allá –respondió el gigante, humillado.
–En ese caso… será un placer, porque no conozco siquiera Paraguaipoa; mi tierra natal –dijo el muchacho, entregándose por completo a la resignación.
El gigante no pudo hablar más: tenía la boca cuarteada y trataba de humedecerla con su lengua reseca, como cuero tostado.
–Primero me gustaría tomar agua. Tengo tanta sed…
–Eso, sí que es difícil –dijo Maskay.
El extraño había visto con apetencia el totumo que contenía la bebida y guindaba como péndulo sobre el pecho del muchacho.
–No creo que sea tan difícil, si me das tu cantimplora –exigió el gigante, mordiéndose los labios.
–¿Esto es lo que pides, alíjuna? Con esta ración no se llenaría ni un poro de tu piel. Además, lo poco que queda, tienes que arrancárselas a las hormigas –ripostóMaskay en carcajada.
El joven sacudía a palmadas de su ropa enteriza algunos de los insectos que se habían desprendido de la cantimplora al momento de pasar su cordón sobre el dedo índice del gigante. Este lo recibió y lo alzó al nivel de su coraza. Una vez en sus manos empezó a crecer hasta convertirse en un gigantesco amuchi (tinaja de barro). El hombre bebió tan desesperado como si no lo hubiera hecho en cinco siglos.
Maskay atónito, observaba otro portento del extraño.
–¡Qué újolu tan rica! Tenía que ser de maíz amarillo –dijo el gigante, soltando un suspiro de satisfacción.
–¿No me digas que también es tu bebida favorita? Vaciaste la mitad en tu cara.
Maskay volvió a soltar una risotada después de observar cómo el bagazo del maíz quedaba desparramado por la espesa barba del gigante, recordando el aspecto de un árbol con flores amarillas.
–No importa. Así era siempre cuando me la preparaba mi buena esposa Isabel –dijo el gigante, más reconfortado.
–¿Qué harás con ese amuchi tan grande? –dijo Maskay mirando absorto la maniobra del extraño.
–La colocaré en un lugar cercano a tu querida Paraguaipoa.
El gigante se levantó amodorrado, y dando cortos pasos para despabilarse, prosiguió caminata hacia el sur. Al poco tiempo detuvo su marcha frente a una plaza en la que colocaría la tinaja que tenía dos metros de circunferencia.
–Este es el lugar que tendrá de aquí en adelante un amuchi como fuente.
El pastor estaba maravillado por el concepto artístico del monumento. Parecía un motivo arrancado en relieve de un tapiz guajiro. En su interior, siguiendo el perfecto trazo de su círculo, había una serie de chaguaramos, elevadísimos, pero no movían sus palmas pese a la fuerza que exhibía el viento en la costa.
Alrededor de la redoma había una cadena de sorprendentes edificios que parecían girar en torno a la plaza por efecto de la refracción solar. En el centro de la fuente había una réplica –a escala– del cerro Epits, de donde manaba el agua que rebozaba la tinaja.
–Alíjuna, ¿cómo se llamará esta plaza? –preguntó Maskay, emocionado.
–No lo sé, quizás la plaza del amuchi.
–No. La llamaremos mejor, Plaza de Amuchipana. Suena estupendo.
–Entonces así se llamará, hijo. Terminemos, para seguir a Maracaibo.
En un lugar no muy apartado sucedió algo que incomodó al pastor, quien permanecía como un vigía sobre el hombro derecho del gigante: se sostenía con las hebras de cabello que salían del yelmo y dejaban un fuerte olor a pescado.
–¡Camina con cuidado. Me vas a marear! –gritó el muchacho al sentir el vacilante trayecto del alíjuna.
–Es mi pierna. Quedó tullida después de recibir un flechazo. Fue lo que merecí por no medir mis tropelías.
–¿Quién fue el responsable? –preguntó el muchacho.
–Ya no vale la pena comentarlo. Pero eso no es la causa de mi inestabilidad. Creo que entramos en un suelo resbaladizo y por prudencia, es mejor permanecer aquí; podemos hundimos.
El gigante interrumpió su recorrido para sacar del fango su pie izquierdo.
–¿Ves algo, muchacho?
Maskay inclinó su cabeza para mirar con reservas hacia abajo.
–¡Tienes las botas llenas de barro… de un barro maloliente!
El hombre dobló su cuerpo para cerciorarse por sus propios medios. Y comprobó que un barro viscoso y de color gris cubría sus botas y las volvía más pesadas.
––¡Dios mío!... ¡Entramos en un pantano! –exclamo el gigante.
–¿Entonces, qué cultivo es ese, alíjuna?
El pastor se refería a una extensa alfombra verde que en la distancia parecía unirse con el cielo y despedía un confuso olor en los vaivenes de la brisa.
–No puedo avanzar más. Arruinaría esos arrozales –confirmó el alíjuna.
–¿Arroz? ¡No puede ser! Me gustaría trabajar en esos cultivos; soy agricultor. Entonces, ¿aquella ciudad es Maracaibo?
El muchacho estaba alborozado luego de observar una vista lejana de una metrópolis solitaria y descolorida. Mientras tanto el gigante exploraba con su mirada un objetivo que al parecer no se divisaba por ningún lado. Quedó pensativo un rato, después volvió a reaccionar:
–Vamos pequeño. Regresemos, no encontré lo que buscaba. Nos equivocamos de ciudad.
Maskay había quedado perplejo por la inesperada reacción de su compañero.
–Me aseguraste que conocías Maracaibo. Entonces, ¿dónde está Maracaibo? Dime, ¿cuál es esta ciudad, tan fértil?
El gigante no contestó ninguna de las preguntas. Un raro silencio comenzó a envolverlo seguido de un temblor que se fue apoderando de su cuerpo y se trasladaba a la vez a los cimientos de la tierra.
–¿Por qué tiemblas, alíjuna? ¿A qué le tienes miedo?
La ropa de Maskay era salpicada por la aspersión de un sudor glacial que bajaba desde el cuello del gigante de manera incesante.
“Este hombre suda frío, mi Dios, ¿qué le habrá pasado?”
El gigante continuaba sudando hielo sin soltar palabras.
“No entiendo cómo este hombre tan viejo y tan grande, sea al mismo tiempo un cobarde. Siempre consideré a los viejos, valientes. Tampoco entiendo por qué tiene que vestirse de hierro. Es mucho peso para su débil cuerpo, pero… cada cabeza es un mundo.”
El navegante continuaba callado en el trayecto de retorno a Wuinpumuin. Solo se escuchaba el ruido de hojalata causado por sus pasos irregulares y el roce constante de sus botas atestadas de barro. El cansancio lo agobiaba.
Justo en la entrada de la gran ciudad rompió su mutismo.
–Pequeño, ahora es cuando hace falta una ración de újolu. Me siento cansado. Miasishi tayá (tengo sed).
–Ah, ¿hablas también wayuunaiki?
–Sí. Aprendí de mi buena Isabel muchas palabras. Era lo menos que podía hacer un extranjero que adopta una esposa wayuu.
Después miró hacia el mar y se quitó el casco de seguridad, inundado aún de sudor glacial. Sintió un alivio al recibir por su cara la frescura de un coletazo de aire proveniente del este. De la misma manera sacó de su cinto un objeto muy extraño: parecido a un reluciente machete.
–Con esta cruz que he traído en la vaina de mi espada, honraré el nombre de la ciudad.
Blandió el símbolo cristiano haciendo despedir un brillo tan fuerte a pesar de la nubosidad reinante en el cielo. Maskay sintió la oscilación de la coraza cuando el gigante exhalaba deprisa el aire salobre para continuar su tarea.
–Supongo que con ella descabezaría a muchos de mis antepasados, ¿no?
–¡No! En absoluto, pequeño. Esta cruz es para reforzar la devoción en el hijo de Dios… Desde el lugar más apartado se apreciará por siempre el plateado resplandor de Santa Cruz.
Dicho eso fijó la cruz en el pedestal emplazado en el centro de las torres cuadradas y de abundantes ornamentos. Después, satisfecho, se arrodilló e hizo la señal de la cruz frente al extraño templo donde Maskay esperaba reencontrarse con su mundo. Aún arrodillado revisó los detalles de la cruz, luego bajó al joven, y sin perderlo de vista en tierra, fijó su atención en el amuleto que oscilaba como un péndulo sobre el atuendo de gala.
–¿Dónde lo adquiriste, muchacho?
–¿Esto? Fue uno de los pocos objetos dejados por el incendio en el bohío de Kousat –dijo Maskay, mostrándolo.
El hombre quedó fascinado con la forma del pequeño objeto. Maskay se despojó de él y en seguida lo suspendió en el aire con su mano izquierda para que el gigante pudiera detallarlo.
–Lo uso como amuleto. ¿Acaso lo quieres usar también?
–Sí. Pero no lo necesito como amuleto. Llevo debajo de la coraza un escapulario de la Virgen –dijo el alíjuna, muy orgulloso.
En seguida dobló su descomunal mano para poseerlo y lo guardó luego en una parte de su armadura.
El joven sin entender la actitud del gigante, inquirió:
–¿Por-qué valoras tanto un pedazo de cuero medio quemado?
–Es su forma. Vine a refrescar mis ojos en ella, pero no la encontré.
Pese al barro que cubría sus botas se dejó oír el chirriar de cuero cuando intentó levantarse. Lo hizo con dificultad, pues sentía calambres en ambas piernas. Enderezó poco a poco su cuerpo hasta recobrar la postura pedestre.
–Oye…Eres un chico muy despierto y más adelante hallarás la respuesta –dijo el gigante, sintiendo todavía en sus piernas las palpitaciones de los calambres.
Maskay quedó otra vez desconcertado, mientras tanto el alíjuna continuaba afinando los últimos detalles de su obra.
–Esta cruz, muchacho, tiene ochenta metros de altura y será por siempre símbolo de fe.
Se arrodilló de nuevo y comenzó a orar muy despacio. Alzó su rostro mojado por las lágrimas y miró hacia el horizonte sin parpadear. Trató de ponerse en pie, pero sus extremidades se agarrotaron como dos piedras de granito. Entonces apoyó las manos sobre las piernas pretendiendo enderezar de manera progresiva su cuerpo. Pero lo hizo tan fuerte, que no pudo evitar que se convirtiera en un doloroso traspié. Cayó de espaldas a las aguas con la estridencia de una gran demolición. Sin embargo, ninguno de los edificios cercanos sufrió una alteración con el estremecimiento de la tierra. El mar levantó enormes crestas acompañadas de un velo de niebla que eclipsó el paisaje costanero y ascendía al cielo dejando una sensación terrible de calor. A medida que se disipaba la aspersión provocada por su caída, el espacio devolvía cada pieza de la ciudad: colorido, volumen y otros detalles ante la mirada estupefacta de Maskay. Más allá volvió a aparecer el gigante en una actitud reflexiva. Parecía haber crecido más de lo normal, pues su cabeza llegaba al sendero de las pocas nubes que en octubre recorren el terso cielo wayuu. Había avanzado varios kilómetros en dirección al este, y la cota de las olas que se iban formando con el repunte de la brisa alcanzaba apenas el nivel de sus rodillas. Por la expresión que mostraban sus brazos; comprimidos como una sola pieza sobre su pecho, estaba rezando.
Ya no llevaba la armadura ruidosa que impresionó al muchacho en la desolad playa de la antigua Guajira: ahora, era un fraile capuchino, ataviado con el tradicional hábito marrón que era cruzado al nivel de la cintura por un cordón blanco de tres nudos.
Al terminar su reflexión echó la capucha hacia atrás, para descubrir su rostro remozado: era como la de un joven de treinta años. Sus ojos grandes y llenos de luz reflejaban gozo cuando recorrían el amplio paisaje wuinpumuinse. Su pelo castaño ondeaba por efecto de la brisa y no llevaba la particular pelada sobre la coronilla. Su barba ya no era rala y petrificada por sedimentos marinos: ahora lucía corta y bien cuidada acorde con su personalidad. Buscaba de esa manera no desconcertar al pastor. Maskay ávido de su terruño y convencido de que ya no quedarían situaciones en Wuinpumuin que pudieran impresionarlo, quedó otra vez perplejo después de reconocerlo en la distancia.
–¡Dios mío!
Fue solo lo que alcanzó a decir, porque el gigante fue quien tomó la iniciativa:
–¡Hijo, cuando encuentres mi tumba, caminarás sobre ella sin ninguna restricción: es mi deseo! –gritó en la distancia.
Cubrió otra vez su rostro con la capucha no sin antes dibujar sobre el muchacho una bendición, que repitió una y otra vez. Luego, un tañer seco de campanas irrumpió desde ambas torres de la vieja iglesia y acompasó el chapoteo que iba dejando sus resolutos pasos dentro del agua. Volvió su rostro al joven por última vez, y gritó:
–¡Hasta siempre, wayuu del mundo!
Elevó de nuevo su mano derecha en señal de adiós, y desapareció en las azules aguas del mar de la Guajira.

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