Otra vez están en mi ventana, ya conozco la razón angustiante de sus visitas. ¿Vienen por mí?, o es que, acaso, harán como la última vez que se llevaron a un ser querido y llegaron unas horas antes para atormentarme con sus presencias inescrupulosas.

Uno de ellos, revolotea con su plumaje oscuro, me vitorea con sus ojos. Lo acompaña otro pajarraco de color blanco. ¿Ustedes siempre andan juntos en estas apuestas, no? Ambos son lo mismo y son lo contrario también. La batalla entre esas aves anuncia vida, anuncia muerte.

Pero antes de esa pelea, los dos cuervos me miran fijamente, sin hacer ningún sonido, dejando que el silencio se llene con los susurros de mi mente y se encienda el retroproyector de los recuerdos plácidos.

Me observan con esos ojos negros que no parpadean, me llenan el alma de miedo ante la intriga de saber que la muerte de uno de ellos significará mi vida y el triunfo del otro me manchará de muerte.

En estos seis meses, esos cuervos han llegado tres veces hasta acá, para molerse con sus garras y picos afilados, en una contienda donde plumas blancas y negras, se vuelven una nevada gris que me enfría el cuerpo y me tulle los huesos.

Los córvidos ya han cumplido su primera misión, llenarme de tristeza. Ahora están por iniciar una pelea mortal. Dejan de verme para comenzar a verse uno al otro. Se retan cortésmente, como recordándose las reglas de la pelea y dándose un pésame por adelantado.

Tengo pavor, ninguno de sus triunfos me consuela. En pocos minutos se destruirán. Sobrevivirá un cuervo y luego moriré yo o alguien cercano, ¿cuál se supone que es la redención de la vida en estos momentos?

Graznidos secos y cortantes, en tonos desafiantes, dan inicio al pleito de los omnívoros. Se baten con la ventana y se cortan las alas cuando se estrujan uno contra el otro, no hay piedad. Sangre amarilla sale del cuervo nacarado y de magenta se tiñe la del cuervo negro. Con ambos vigores se forma un charco rojo escarlata en el que salpican sus entrañas desgarradas.

Ambos están mal heridos y cansados, mientras, yo, sudo a pesar de tanto frío. Me tiembla el cuerpo por la temperatura del ambiente oscuro y porque no hay empatía que me haga entender que pronto estaré en un funeral. Me desangro por dentro, toco fondo, me descompenso y observo aquella mórbida escena.

Uno de los cuervos usa sus últimas fuerzas para tomar con sus garras al otro, apretarlo, sostenerlo e inmovilizarlo. Se posa victorioso sobre el malherido plumífero usurero, después voltea y me observa para asegurarse que veré lo que sigue. El ave embiste con su pico y mucha fuerza a su víctima, clavándole un picotazo certero en el corazón que le fulmina los últimos latidos.

Deja su pico en la herida y le escarba el pecho como para asegurarse que sufra mientras expira, lo hace con la indómita y zángana venganza que procura más agonía en su último hálito, sin que lo recorra nada de paz antes de fenecer…

Ha triunfado el cuervo blanco, que sigue cual estatua sobre el cadáver de su gemelo de raza contraria, viéndome, con las mandíbulas llenas de sangre magenta, empegostadas con plumas machacadas. Su mirada no da tregua, pero sí pacta matices de soledad con el ambiente para hacerme sentir culpable, miserable, hiperventilado, exiguo de aire y con mucho rencor.

Me mira por unos segundos más, se da vuelta y agarra vuelo, dejando invicto otra vez aquel record de extraña misericordia. Su victoria solo significa algo: nueva vida para mí y nueva muerte para un tercero común.

Alguien cercano a mí, morirá… Segundos antes yo ya sentía esa próxima muerte, pues fui cómplice en aquel espejo de sentimientos y padecí también el exacto letargo en el pecho que sufría el oscuro pajarraco, al que le perforaban su corazón sentido, mientras sus lágrimas y las mías despedían su último aliento.

Insomnio, desespero, reflexión, letargo, zozobra, todo junto y a la vez, porque el tiempo vuelve a ser reducido, se detiene, se vuelve negativo y no prosigue para alguien que quiero.