Cuando los Ángeles Pierden la Fe - Jarabe para la Tos

in #spanish5 years ago

Cuando los Ángeles Pierden la Fe:

Jarabe para la Tos


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Recuerdo el momento exacto en el cual mis padres decidieron confesarme por qué la abuela lloraba tanto desde que vino a quedarse con nosotros en la ciudad. Tenía diez años, estaba subiéndome al auto de papá luego de salir del colegio con las mejillas sonrojadas en furia, nunca había sido una niña particularmente sociable, sin embargo, todas las otras que estudiaban conmigo eran particularmente malvadas.

Tan malvadas que encontraron muy divertido colocar mensajes de amor hacia Samuel Carucci sobre mi asiento y decirle a dicho niño —y a la maestra— que había sido yo. Lo cual, por supuesto, fue el blanco de risas durante la jornada completa. Fue humillantemente espantoso.

Recuerdo que con aquella molestia cerré fuertemente la puerta del auto preparada para despotricar sobre mi día sin pensarlo dos veces. De pronto, el sonido característico del llanto contenido —suave, pausado y sorbidos de nariz— me detuvo. Fui consciente entonces del silencio sepulcral dentro del auto, como si mi arrebato de agresividad jamás hubiera sucedido. Recuerdo haberme encogido sobre mis hombros y sentarme en el medio de ambos asientos —piloto y copiloto—.

En ese presido momento, antes de poder abrir mi boca y preguntar, Bastián giró con el rostro algo hinchado y enrojecido. Era cierto que mi abuela no estuvo precisamente de acuerdo con el matrimonio adolescente de mis padres, sin embargo, una vez superado el enojo, le dio tanto amor materno a mi padre como a su propia hija.

—Artemis, cariño, tenemos que hablar.— Dijo aclarándose la garganta, a su lado, mi abuela lloraba sosteniendo algunos papeles con el símbolo del Hospital General del Centro. La voz de Bastián perforaba en mis oídos, pero yo solía podía mirar en silencio a mi abuela Andrómeda derramar sus lágrimas.

—¿Qué está pasando?— pregunté armándome de valor, pero nadie contestó inmediatamente.—¿Papá?— pregunté, pero Bastián apretó sus labios en una línea bastante fina y tragó.—¿Abuela, por qué estás llorando?

—Angelito, ¿sabes lo que es el cáncer?—preguntó ella bajamente, sonriendo a contraluz solo por mi.

¿A los diez años? por supuesto que no tenía idea. Negué con la cabeza.

Es una enfermedad.

—¿Te duele?—pregunté al tiempo que observaba sus radiografías desde mi asiento.

—No, aún no.—Contestó, Bastián retenía sin éxito sus lágrimas y decidió arrancar el auto y alejaros de las puertas de la institución primaria. Manejar para distraerse se le daba bastante bien.

—¿Entonces por qué lloras?

Sus ojos siempre parecían volverse miel cuando la observaba. Todos podían creer que Andrómeda Andreato era una mujer de carácter inflexible, sumamente elegante y política al extremo, lo cual, de cierta forma, así era. Sin embargo, todo eso quedaba atrás cuando Artemis entraba la habitación, nadie nunca podía creerlo, ¿y quién lo haría? Nadie nunca podía explicar lo que se sentía amar a un nieto.

—Por miedo, Artemis, las personas no lloran únicamente por dolor. Algunas veces, el miedo se expresa en lágrimas, al igual que la alegría y el enojo.

—¿Y de qué tienes miedo, abuela?—Pregunté, aquello me consiguió el amague de una tierna sonrisa. De morir, Artemis, tengo miedo de morir y no verte nunca más. Quiso decir, pero, en lugar de eso, alzó su mano y la apoyó sobre la rosada mejilla de la niña pequeña.

—De nada que no podamos resolver juntos, mi ángel.—Le dijo, porque así era exactamente como la veía; como un ángel que vino desde el cielo a demostrarle que aún le faltaban muchos años para amar y malcriar. Por eso, desde que la vio por primera vez envuelta en aquella pequeña manta azul de niño, hace casi once años, lo supo; todo lo que era, y todo lo que tenía, era suyo desde ese instante.

Siempre trataría de jamás perder aquel brillo de luz y esperanza que reposaba en su mirada.

En ese momento me sentí complacida con la respuesta, después de todo, por muchos años pensé que aquello era una gripe que pasaría con algo de jarabe para la tos.

El silencio en aquel consultorio oncológico evocaba en mi mente aquel recuerdo. El llanto de mi madre y mi abuela era suave, pausado y con sorbidos de nariz, había salido en busca de una enfermera que pudiera llenar la ficha de asistencia y, mientras estuve afuera, no me permitieron oír la lectura de los exámenes de chequeo. Solo me bastó con cerrar la puerta detrás de mi para volverme a sentir como aquella niña de diez años que cerró la puerta del auto de su padre un día cualquiera a mitad del año escolar, justo como ahora.

El Doctor Edelman era oncólogo especialista en el diagnóstico, tratamiento y prevención del cáncer de seno, es decir, mastólogo. Había sido nuestro médico fijo desde entonces, cuando decidimos mudarnos y llevar un control permanente con él. Con el cual, pocos años después, también mi madre tuvo que chequearse cuando se diagnosticó su enfermedad.

—Pudieron esperarme.

Aquellos seis pares de ojos se enfocaron en mi, cada una con un mensaje distinto que no pude interpretar. Mi manos y mi corazón habían comenzado a temblar a medida que avanzaba hacia la tercera silla frente al escritorio del Doctor Edelman.

—Así lo deseamos, Artemis.—dijo mi madre, mis manos se volvieron puños cargados de impotencia. Claro, para dar los resultados médicos no soy tomada en cuenta, pero para todo lo demás era la única y absoluta responsable y encargada.

Odiaba cuando me hacían aquello.

—Lo entiendo, sin embargo, creo que soy lo suficientemente capaz de estar presente en este momento.

—No quisimos hacerse sentir excluida.—Dijo el hombre canoso sentado frente a mi, tantos años conociéndonos había creado una lazo de confianza que se escapaba un poco de la línea médico-paciente.

—Lastimosamente no fue así,— sentí la mirada fúrica de Helena a través de sus lágrimas y continué:—Dado que yo soy la encargada del cuidado de ambas, considero que no puede ser prescindible mantenerme, o no, al tanto de sus estados de salud.

—Señorita...

—Está bien, Augusto. Dile.—Mi abuela detuvo el reproche de mi madre en el aire. Esta, dadas las circunstancias, bajó la mirada y dejó salir otro par de lágrimas.

La tensión parecía volver espeso el aire que corría por mis pulmones. Nunca fui fanática de las sorpresas y el suspenso, por eso estaba empezando a dolerme la cabeza en aquel momento.

—Como desees, Andrómeda.—Suspiró reabriendo la carpeta con la historia clínica de mi madre y mi abuela.—Como verá, Señorita Artemis, los presentes exámenes indican lo siguiente:

En el caso de su madre, la tomografía de partes blandas y contraste intravenoso mostraron normalidad en sus resultados, con excepción de una pequeña arenilla en los riñones observados en estos otros exámenes.— dijo mostrándome las placas y exámenes rutinarios.— El tumor encapsulado y alojado en el seno derecho redujo su tamaño considerablemente, por lo cual, será necesario el uso de la radiación para eliminar de forma absoluta el tumor.

—Pero después acordaremos el tratamiento, ¿cierto?—dije sintiendo cómo mi garganta se cerraba poco a poco, el escozor de mis ojos empezó a hacerse presente y sentí la mano del Doctor Edelman posarse sobre la mía para obtener mi completa atención. Créanlo, o no, él también se veía contrariado.

Si el problema no radicaba en mi madre, entonces lo hacía en mi abuela. Ambos tomamos aire para lo que venía a continuación:

Sin embargo,—dijo aclarando su garganta.—en estos mismos exámenes, pero en el caso de tu abuela, arrojaron esta información.

Tendió hasta mi la placa de tórax tomada hace una semana. Mis labios comenzaron a temblar y mis dientes a castañear como si de pronto aquel consultorio hubiese tomado la temperatura de los polos, tuve que secar mis lágrimas con la manga del suéter de lana que llevaba puesto para enfocar mejor lo que estaba viendo.

Algunas personas se aterran con pesadillas y películas de terror, pero yo aprendí con los años, y con este preciso momento, que lo más aterrador que puede pasarte es esto; es ver los pulmones de tu abuela encendidos como si fueran un jodido árbol de navidad.

—Metástasis en los pulmones.—dije finalmente mientras reprimía los espasmos de dolor que comencé a sentir correr por mi cuerpo.

Aquello no podía ser justo, nada de todo lo que pasaba a veces parecía ser malditamente justo.

—Necesitamos proceder inmediatamente con los siguientes exámenes—anotó rápidamente en su libreta de recetas tratando de disipar el momento.— De esa forma comprobaremos de dónde viene el foco canceroso y el estado de todos los otros órganos. Por los momentos, le aplicaremos de manera inmediata Ácido Zoledrónico para prevenir la migración a los huesos.

Yo ya conocía el procedimiento.

Necesite de todo el valor que mi cuerpo estaba perdiendo para alzar mi rostro y mirar en dirección a mi abuela. Solo conseguí romper más mi corazón.

Andrómeda se encontraba con sus manos apoyadas sobre el gastado bastón de hierro, en silencio y con lágrimas rodando por sus mejillas, mirándome con la misma dulzura y sonrisa tierna. Entonces, el aire realmente dejó de entrar a mis pulmones. Yo no podía perderla.


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