Desde ayer al atardecer la música empezó a sonar en la casona abandonada desde hacía veinte años, cuando los Zancudo, la familia que la habitaba en aquel tiempo, fueron echados a pedradas, gritos y antorchas incendiarias por haber traído a la villa, según la superstición de los feligreses, la impureza de la sangre con su moral de nigromancia, artes adivinatorias, rituales de sortilegios y su canto místico.
A medida que pasaban los minutos se hacía más y más inquietante el cascabeleo de las panderetas, la maldición lacerante de los pífanos y el güiqüi güiqüi desgarrador de los violines hasta el punto de impedir durante toda la noche el sueño y el sosiego en la población.

Hoy, al amanecer, todos los habitantes recordaron con pánico aquel acontecimiento aunque nadie se atrevió en ningún momento a acercarse a esa casa en la colina que a pesar del tiempo transcurrido de lejos se veía intacta, en pie como un bastión orgulloso, con sus paredes pintadas del mismo color ultra violeta de siempre, con sus ventanas abiertas, en perfecto estado, cristales radiantes y grama verde en el jardín donde se alzaban en túnel las jacarandas. Pero la intriga fue superior al recelo y entre todos se acordó que un grupo de hombres y mujeres, los más fuertes y atrevidos, fueran a la vivienda a averiguar la causa de ese sonido absurdo que les hacía temblar y les cortaba la circulación de la sangre.

Al girar la manecilla de la puerta un revuelo helado les golpeó la cara a esa hora primera de la mañana. La música cesó por cosa de magia y el grupo entró entre cauteloso y audaz al interior de la casa. Los emisarios buscaron por los rincones algún indicio de vida y encontraron una cajita de música dentro de un baúl hecho de roble. Tenía forma de carreta con una esfera pequeña en el centro, simbolizando al mundo, que giraba incesantemente como si tuviera alma. Movieron un minúsculo puñal que servía de cerrojo y al observar su interior hallaron la leyenda: “La ley de los Zancudo”.
Con temerosa fascinación le dieron cuerda al mecanismo del juguete y al instante escucharon un zumbar de pavor en la parte superior de la casa. El techo se desprendió de cuajo dejando ver las nubes de insectos y el cielo cambiando en una pelota de fuego. Al intentar huir de la maravillosa morada, con traspiés desesperados, pudieron ver sogas entorchadas en los árboles.