La tarea del testigo. Una novela por entregas. Parte 8

in #spanish6 years ago

Estimada gente de Steemit: en esta entrega publico la parte 8 de mi novela.

Mediante el siguiente enlace podrán ir a la anterior, y de allí a todas las demás.

Una vez más, agradezco la atención que han mostrado a mi texto.


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Fuente

El interior de la vivienda lucía menos desordenado de lo que esperaban. Estaban en una sala de dimensiones regulares, con pocos muebles. Sobre las paredes, algunos cuadros y fotografías. Había dos hombres en la habitación. Uno estaba tirado en el suelo, sobre los restos de una silla. Su cabeza y su cara estaban manchadas de sangre que comenzaba a gotear sobre la alfombra. El otro estaba junto a la ventana, con una pierna fuera. Sin apresurarse, pasó el resto del cuerpo y salió a la noche.

El anciano corrió hasta el hombre caído. El Cónsul tomó a Reisz del brazo y le dijo en voz baja:

–Vamos, afuera, vamos.

Bajaron la escalera lo más rápido que pudieron. Cuando llegaron a la calle, Cesare no se había alejado demasiado. Caminaba con más lentitud y sus movimientos se habían hecho fatigados, con la cualidad adormecida que tenían en el sanatorio.

No está preocupado por si lo siguen o no, pensó el Cónsul; tal vez ni siquiera lo considera una posibilidad. Podríamos caminar a su lado y no lo notaría. Escucha nuestras pisadas, es imposible que no lo haga, y sin embargo no huye ni se esconde.

Los pasos de Cesare los condujeron a calles cada vez más oscuras llenas de casuchas ruinosas. A veces pasaban ante un antiguo palacio arruinado, con vigas levantadas como lanzas donde debería estar el techo, paredes descascaradas y puertas podridas; pero sobre todo caminaron entre casas pequeñas y torcidas sumidas en una oscuridad de siglos. No me sorprendería, pensaba el Cónsul, ver salir de ellas espectros del medioevo, brujas, herejes e inquisidores, y aun otras potencias más oscuras; todo lo que los hombres hemos temido y lo que somos desde la aparición de la especie.

El joven llegó hasta una casa de un solo piso; sin detenerse franqueó la entrada. El Cónsul y Reisz se asomaron a una pequeña ventana de la que escapa una luz amarillenta e inestable. Era una taberna. Entraron. Nadie reparó en los recién llegados. Los parroquianos se acomodaron mejor en sus abrigos para defenderse del frío que había entrado con ellos, y nada más. Había una decena de hombres silenciosos en tres mesas. Un fuerte olor a cebollas, cerveza rancia y podredumbre impregnaba el aire. Detrás del mostrador, el tabernero dormitaba sentado en un taburete con los brazos cruzados sobre el redondo estómago. En las paredes había cuadros, grabados o fotografías enmarcadas, pero resultaba imposible saberlo con seguridad. No había rastros de Cesare. Se miraron desconcertados un momento. Luego el Cónsul advirtió una puerta al fondo de la estancia. La cruzaron. Se encontraron en una habitación iluminada por una vela colocada en el suelo; casi en el centro estaba una mujer sentada en una silla con la barbilla contra el pecho, como si durmiera. Levantó la cara y los miró entornando los ojos como si le costara distinguirlos a la vacilante luz. Se levantó la falda y abrió las piernas, dejando descubierto su vientre desnudo. El Cónsul apenas la vio. Buscaba otra puerta y la encontró a la derecha de la mujer. Salieron a un patio empedrado que olía a orines. De allí partía una calle escalonada, angosta, que descendía hacia la oscuridad describiendo una curva hacia la izquierda.

Luego de recorrer unos doscientos metros, creyeron distinguir la figura de Cesare delante de ellos. No estaban seguros porque la luna ya no los acompañaba y la calle se había ido haciendo cada vez más oscura a medida que se internaban en ella. Hasta la luz de las estrellas había desaparecido oculta por los aleros de las casas que se levantaban sobre sus cabezas.

Llegaron al final de la calle. Frente a ellos se divisaba el río; en la otra ribera se levantaban árboles negros. A la derecha, una casa de dos pisos, solitaria como si la ciudad la hubiera dejado de lado, olvidada en algún recodo del tiempo. En ese momento la puerta se abrió y contra la claridad que salió del interior se recortó la figura que buscaban. El Cónsul, que había recorrido los últimos metros con la sensación de estar soñando, reaccionó con violencia. El corazón golpeó con fuerza en sus costillas; la sangre fluyó a su cabeza. Vamos, adelante, se dijo, adelante. Rompamos la puerta si es preciso.

No fue necesario. La puerta había permanecido entornada y la luz cálida los invitaba a entrar.

Un corto pasillo conducía a una habitación iluminada por varios candelabros. La primera impresión que recibió el Cónsul fue la de confusión y aglomeración. Demasiadas cosas, y demasiadas cosas fuera de sitio, para que pudiera mirarlas en verdad. Había también suciedad, restos de comida sobre una mesa, ropa en el piso; una mezcolanza de lujo y precariedad, de exceso y carencia, que contribuyó aún más a su ya borrosa percepción. Sentado en un sillón de cuero verde, aguardaba el doctor Kircher; de pie junto a su tío, Cesare mantenía su postura apática.

–Señores –dijo Kircher–, acérquense a la chimenea antes de que se congelen. Aunque son horas extrañas para una visita, no hay que perder los modales.

Los hombres se acercaron al fuego. Extendieron sus manos.

–Supongo que no vale la pena andarse con subterfugios –continuó–. ¿Qué se podría ganar con eso? Todos sabemos por qué estamos aquí, ¿no es verdad? Podemos hablar con honestidad.

Su figura de cortas piernas y tronco robusto sobresalía con precariedad del sillón, su pelo largo y blanco, liberado del ridículo sombrero de copa, se erguía como un estandarte victorioso.

–¿Honestidad? ¿Qué quiere usted decir? –dijo Reisz, dando la espalda a las llamas y encarándose con Kircher– Hablamos de robo y asesinato. Su concepto de honestidad es amplio, por decir lo menos.

Kircher hizo un gesto con la boca, una especie de sonrisa rápida.

El Cónsul miró a Reisz. Le sorprendía el tono desenvuelto de su amigo. Él estaba lleno de furia contenida e indignación, unas emociones que no recodaba haber experimentado en mucho tiempo, y tal vez nunca en la forma en que las sentía ahora.

–¿Quiere saber qué es la honestidad de los ladrones, la honestidad de los asesinos? –continuó Kircher sin cambiar de posición– Se sorprenderá si le digo que la misma de los jueces y los panaderos, de los marinos y los campesinos. La misma de los artistas. Ustedes son escritores, ¿no es verdad? Sí, sé algunas cosas. Cuando uno se dedica a lo que yo me dedico, hay que vivir atento a lo que nos rodea. Ustedes hacen sacrificios, aprenden a ver y a sentir, en otras palabras, se consagran a su arte. Pero ¿a qué se reduce todo? A hacer bien su trabajo, con humildad y constancia. Yo no soy un artista, y lamento decirlo. Podría considerárseme un científico, quizás; o si lo prefieren, un técnico. Creo que esa última definición se ajusta más a la verdad. Hay una dimensión que está ausente en mi trabajo. ¿Sabe a qué me refiero?

–¿La belleza?

–Exacto. No es mi asunto. Estoy más preocupado por los resultados, lo que en ocasiones deploro.

–¿Cómo puede? –intervino por primera vez el Cónsul– Es usted un científico. No se supone que se dedique a asesinar a la gente.

–Ah, en realidad no lo soy, no lo soy. Siento decepcionarlo. Es verdad que a veces me presento como tal y estoy al tanto de algunas cosas. Durante un tiempo me hallé cerca de sabios famosos, pero sus teorías me aburrían y, se lo digo como un secreto, están todos equivocados; hablan de la libido, la represión y los sueños, o de los arquetipos y más sueños. Yo sé de sueños. De eso, sí sé. Más que ellos, a quienes oía perorar, a veces con verdadera sutileza, pero en general con estupidez y arrogancia. Ellos nunca fueron más allá de escuchar los delirios oníricos de sus pacientes y luego elaborar sesudas teorías en las que los sueños eran destazados como reses, mientras ellos permanecían a distancia, lejos, a salvo de las voces.

–¿Las voces?

–Sí, ustedes saben de qué hablo. Las voces. Si no las conocieran no estarían aquí. Sólo quien escucha las voces puede penetrar en el país de los sueños. Ellos y sus discípulos no estaban dispuestos a dejarse guiar por ellas, pues son muchos los que oyen las voces, pero objetivamente es muy dudoso que sean dignos de ellas y es preferible negarlas de antemano por razones de seguridad, así que los abandoné y seguí mi propio camino. En el fondo eran cobardes. Disfrazaban su miedo con la ciencia.

Sacudió la cabeza, como quien lamenta una pequeña pérdida.

–Mis modales son atroces. Por favor, siéntense. Hay un poco de vino en la mesa. Sírvanse, si consiguen una copa limpia.

Reisz y el Cónsul se apartaron de la chimenea y ocuparon unos sillones lujosos y disparejos frente al de Kircher. Los separaba la mesa. Konrad Reisz apartó unos platos y encontró una botella y dos copas. Sirvió el vino. El Cónsul dio un sorbo. No quiso pensar en la suciedad. El vino le hizo bien. Su furia había remitido y, si bien no desapareció del todo, su curiosidad era mayor.


Fuente

–Les contaré una historia, porque entiendo que no son ustedes ajenos al gusto por los relatos y las fantasmagorías. La Voz, como prefiero llamarla en vez de “las voces” que tiene reminiscencias clínicas detestables, me habló por primera vez cuando era niño, y como era niño no sabía que se había instalado dentro de mí ni en qué momento lo había hecho. Hubo un periodo de terror premonitorio, porque la Voz es terrible, ustedes lo saben tan bien como yo, y las pesadillas acompañaron mis noches. Mis pobres padres, granjeros de una región olvidada de un país que no pienso nombrar, recurrieron primero a los servicios de un médico incompetente que me desangró y purgó sin otro resultado que medio matarme; y luego llamaron a una mujer sabia de una estirpe que había sobrevivido a diez siglos de persecuciones y que también debió retirarse derrotada por el terror que mis gritos extendían por toda la casa, pero lo hizo con la humildad que el médico jamás conocería. Al poco tiempo las pesadillas desaparecieron y descubrí que ya yo no estaba solo: Alguien me acompañaba cuando ayudaba a mi madre a preparar la mantequilla, cuando buscaba agua en el pozo o encerraba los animales en el corral. A la hora de dormir, arrebujado en mis mantas para defenderme del frío, ya no escuchaba los gemidos de mi madre ni los resuellos de mi padre en la otra habitación, ni las respiraciones sibilantes de mis hermanos, ni los graznidos de las aves, ni los chillidos espantados de los animales encerrados en su naturaleza, ni el susurrar de las hojas, ni el viento que como una burbuja transparente rodeaba la casa. No. Nada de eso. Mis oídos estaban saturados de la presencia de Alguien: ya no tenía por qué temer. Las imágenes aterradoras que me perseguían habían sido extirpadas de mi alma porque no era más que el abono donde crecería la semilla de una nueva vida, una vida verdadera. Recibí la seguridad de que nada me haría daño, siempre que supiera guardar el secreto. Eso era lo más duro: mantenerme callado aun para mi madre, quien me observaba con la convicción de que las pesadillas habían sido obra de un maleficio y reaparecerían y sufría por mí. Crecí como un muchacho modelo bajo la mirada preocupada de mi madre y un día decidí marchar. No me costó abandonar a la familia. Ellos –mis padres, hermanos y hermanas– vivían en un mundo que había sido silenciado, sometido a los poderes de la Razón, y no lo sabían. Sus creencias no eran más que supersticiones y engaños, vinieran de los sacerdotes, los médicos, los profesores o los curanderos. Ustedes se preguntarán cómo puedo equiparar a curanderos y profesores, y cómo juntar la Razón y la superstición. Ah, sí, no hay nada contradictorio en esto. Todo forma parte de la misma superchería. Yo lo sé porque ya en ese momento habitaba un mundo en contacto con una Voz antigua que era como el arrebato de los dioses, como la locura o el éxtasis.

Tal vez por efecto del vino, el Cónsul había comenzado a sentir calor. Observó que también una pequeñas gotas de sudor se formaban en la frente de Kircher y pensó que en su presunción había un fondo de pavor.

–Yo era un granjero en el camino; aprendí muchos oficios, aunque ninguno me satisfacía y comencé a vivir de pequeñas estafas –dijo Kircher retomando la conversación. Juntó los dedos de ambas manos; los miró por sobre sus gafas redondas–. No era demasiado difícil. La gente siempre está dispuesta a dejarse engañar, sobre todo si uno acompaña sus palabras de títulos y diplomas. Pero apenas alcanzaba. Mi posición no era desahogada; no estaba libre de las angustias de la pobreza. Así que cuando me separé del último sabio y de sus necios estudiantes y discípulos decidí intentar algo nuevo. ¿Qué cosa? Aún no lo sabía. También yo me movía en la oscuridad. No era mejor que el resto, no era más listo. Sin embargo, algo me hacía diferente: yo no tenía miedo.


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GRACIAS POR SU VISITA. VUELVAN CUANDO QUIERAN.

Sort:  

Cuando leí esta novela la primera vez no podía dejar de pensar en el expresionismo alemán... La imágenes que usted selecciona para ilustrar su post sólo fundamentan mis imágenes mentales. Nombres como Wiener, Kafka, Lang y Meyrink vienen a mi mente.

Querida @hljott, no sé de dónde sacas, a tu edad, el conocimiento de las referencias del expresionismo alemán que circulan en mi novela, pero me alegro mucho de que las identifiques. Al publicar la novela por este medio encontré que podía hacer visualmente explícitas algunas de esas referencias y los lectores que pudieran hacer la conexión, pues, la hicieran.
El expresionismo, literario y cinematográfico, es una de mis pasiones y en esta novela quise hacerle un modesto homenaje. Por cierto, una de las referencias visuales fundamentales es el actor Conrad Veidt.
Saludos.

Esta parte es central en la novela, @rjguerra; así lo concibo. Pero no solo porque permite arribar a un punto clave del desarrollo de la historia de la novela, sino también por centrase en este momento engarces con la estética que le otorga mayor interés a la narración. Por supuesto, las imágenes que acompañan al post evidencian esas relaciones con el expresionismo, que se percibía en pasajes anteriores, pero que aquí se condensan en el ambiente descrito, en medio de esta noche, con calles y habitaciones lúgubres y tenebrosas, y el develamiento del trastorno mental del Dr. Kircher (interesante la analogía intertextual con el personaje del Dr. Caligari, representado por el actor de la foto inicial). ¡Muy buena! Saludos.

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