Cada cierta noche me dedico a caminar por un muelle de la ciudad, me siento a ver el mar moverse, mientras las olas danzan unas con otras, los peces nadan cercano a mis pies sin que nada suceda entre nosotros, sé que ellos están tan inertes como yo. A veces puedo verla, tan brillante como siempre, me le quedo viendo horas y pensando en ella, intento ver su rostro pero se esconde intimidada, y aunque con su brillo me intimide más a mí, no se lo hago saber. Ella tan incomprendida, tan llena de intriga y encanto, nunca dura lo suficiente como para descifrar sus secretos. Cuando se esconde por un tiempo, el cielo se torna oscuro, las pequeñas estrellas empiezan a ganar brillo, pero son las nubes que se tornan negras escondiendo todo lo maravilloso del firmamento. Es entonces cuando intento pensar en otra cosa que no sea ella, a veces se aleja lo suficiente de mi mente como para quedarme viendo al horizonte sin recordarla, más inerte que de costumbre, mi aliento se escucha vacío aunque no lo demuestre. El momento más retórico es cuando no esperamos las cosas y suceden, es cuando aparece, reluciente, refulgente, como con ganas de juguetear, casi de hablar, de querer contarme todos sus secretos, pero siempre tan distante, aunque nos veamos tan cercanos, somos dos mundos distintos en un solo contexto, la noche.

Pero no todas las noches fueron iguales, eso sí que no. Una vez estuvo tan cerca que la creía a mi lado, esa noche sentía que me sonreía, y yo sin querer le devolvía la sonrisa, era lo menos que podía hacer. Esa noche mientras nos veíamos su rostro se tornó triste, y cansada se desplazó lo suficiente para poder sentirla respirar y sentado en el muelle se acercó a mi lado, miraba el mar mientras ella miraba distante el cosmos que había terminado de dejar. Hablamos de todas las cosas que por nuestra mente pasaron, de ese océano de misterios, de las estrellas sin sentido, y de cómo a veces de juguetona se escondía entre las nubes pero que a pesar de que se ocultaba adrede, solo era cuestión de tiempo para terminarla encontrando.

Mientras hablábamos mi mente no dejaba de pensar en ella, teniéndola tan cerca fuera de mis pensamientos, estos solo discrepaban con palabras antes calladas por el infame de las circunstancias nunca encontradas, inmóvil, con su mano entrelazando a la mía, escuchando su voz, no me quedaba más ocasión que decirle lo que sentía por ella, si tan solo estuviera en mi mente por un instante escucharía, sintiera, experimentara todos estos sentimientos silenciados, amores congelados, y deseos ahogados.

No sé cómo sucedió, solo sé que sucedió, después de hablar un tiempo nos acomodamos en los brazos del otro sentados en el muelle, y mientras admirábamos nuestro momento juntos me desconcentraba el latido tan apresurado que tenía. Si, ella estaba nerviosa, había descifrado algo que muy pocos sabían, la luna poseía sentimientos, podía estar tan nerviosa como yo porque la traicionaban sus sentidos, podía querer, y estar conmigo por le gustaba hacerlo y entendí que por eso cuando se sonroja a veces la vemos color rojo escarlata.